Somos un país extraño con nuestra historia. Mientras de modo obsesivo nos empecinamos con algunos hechos de la misma, por dramáticos que fueran, olvidamos muchos otros de los que deberíamos hacer memoria agradecida, arrinconándolos en un injusto baúl de los recuerdos.
Es lo que ha sucedido este pasado mes de julio con un acontecimiento que tendría que haber sido objeto de mayor atención, tanto a nivel de la sociedad civil como intraeclesial. Me refiero al centenario de la fundación del Grupo de la Democracia Cristiana, que tuvo lugar a primeros de julio de 1919, fruto del entusiasmo de un grupo de seglares, religiosos y sacerdotes, procedentes de diversos sectores católicos, desde el carlismo al grupo más progresista, que buscaban poner al día el anquilosado catolicismo español de la Restauración, sobre todo en su dimensión social.
Lo integraban personalidades tan representativas como Severino Aznar, Inocencio Jiménez, Maximiliano Arboleya, Bruno Ibeas, el padre Gafo, Luis López-Dóriga, junto a otros de los más destacados promotores del catolicismo social. Contaban con el apoyo del cardenal primado, Victoriano Guisasola, quizá el prelado español más avanzado socialmente de su tiempo, otra figura injustamente olvidada a pesar del gran impulso que dio al sindicalismo agrario y obrero durante la segunda década del siglo XX, y cuyos escritos, sobre todo la pastoral “Justicia y Caridad”, trataron de dar un rumbo más abierto a las corrientes sociales católicas en España.
No pretendió ser un partido político
El grupo, al contrario del Partito Popolare italiano impulsado por Luigi Sturzo, no pretendió ser un partido político, sino más bien un ámbito de estudio y reflexión, que posibilitara la transformación profunda de la sociedad española, azotada por una grave crisis política y económica, a la luz de la Doctrina Social de la Iglesia. Sin embargo, dentro de una dinámica funesta y por desgracia muy habitual en la España del momento, sufrieron el ataque indiscriminado del integrismo, a través de la denuncia que contra ellos, y contra el primado, realizó en Roma el director del Siglo Futuro, Manuel Senante. Leer el largo documento enviado por este no hace sino llenar de tristeza por la injusticia y falsedad del mismo, capaz de arruinar lo que era un prometedor proyecto, y que acabó también con la salud y la vida de Guisasola.
Sin embargo, la semilla pudo dar fruto algo después, con el nacimiento en 1922 del Partido Social Popular, que, sin ser confesional, pretendía defender los intereses católicos de un modo moderno, avanzado, siguiendo el modelo de los popolari italianos, con propuestas tan audaces (y hoy desconocidas) como la concesión del voto a la mujer, la representación proporcional en las elecciones, la expropiación de las tierras deficientemente explotadas o la participación de los obreros en los beneficios de la empresa. Otra experiencia que resultaría frustrada, esta vez por el pronunciamiento de Primo de Rivera, que conduciría a una parte de sus miembros a colaborar con el dictador, mientras otros, como Ossorio y Gallardo, pasarían a la oposición.
Pese a ello, es de justicia rememorar a aquellos pioneros que, desde su compromiso cristiano, quisieron imprimir al catolicismo en España unos aires más acordes con los tiempos, superando nostalgias estériles y paralizantes. Habría que esperar al Concilio Vaticano II para que muchos de sus ideales se hicieran realidad. Pero esa es ya otra historia.