Películas y cuentos populares inspirados en “Las Aventuras de Pinocho” de Carlo Collodi nos dicen que a Pinocho le crecía la nariz por decir mentiras. La historia original es ligeramente diferente. La primera mentira real la dice Pinocho cuando el hada lo interroga: en ese punto, la nariz, que ya era grande, se vuelve más larga y le sucede lo mismo cada vez que miente sobre las cuatro monedas de oro que tiene bien escondidas en su bolsillo. Luego, frente al hada que lo regaña, Pinocho, lleno de vergüenza, rompe a llorar tanto que ella, vencida por la compasión, reajusta su nariz. Pero, se pregunta Pinocho, ¿cómo supo el hada que él había mentido? La respuesta del hada no tarda en llegar: “Las mentiras, muchacho, se reconocen fácilmente porque o tienen las patas cortas o narices largas: la tuya tiene la nariz larga”. Una breve escena de la imaginación narrativa de Collodi contiene, revelándolo, un punto de referencia ético. Las mentiras son malas porque lastiman a quienes las dicen: las que tienen las piernas cortas van lentamente y siempre son alcanzadas y superadas por la verdad, y las que tienen narices largas hacen que las personas que las dicen sean ridículas.
Mentir es un vicio ya que causa daño a la persona que miente. A la inversa, decir la verdad es una virtud en cuanto que hace bien a la persona que la dice. Consideraciones de este tipo nos llevan de nuevo al pensamiento de Tomás de Aquino, un pensamiento de especial relevancia hoy en día ante la propagación de noticias falsas en política, información y publicidad comercial. En nuestro clima de post-verdad, se reflejan sus palabras cuando sostiene que decir la verdad tiene un valor intrínseco: hace el bien del individuo y hace progresar a la sociedad. Decir la verdad, explica el teólogo dominico, es un acto virtuoso en el sentido de que es bueno: es precisamente la virtud la que tiene la tarea de “hacer bueno a quien la posee y buena la obra que es realizada”. Decir que la verdad es una virtud significa que, cuando se dice la verdad, quien dice que se hace “bueno” y “buena” se hace también su acción.
La virtud de la verdad no solo perfecciona a la persona que dice la verdad, sino que tiene claras implicaciones políticas porque, según Tomás, es “anexa”, como virtud satelital, a la justicia. En otras palabras, cuando hablamos sobre la verdad o de la importancia de decir la verdad, nos encontramos inmediatamente en el campo de la justicia y de esto deriva su valor y relevancia en nuestras vidas, ya que sabemos que la justicia es principio y fundamento de la prosperidad social y de la buena política. Ocupándose de la institución de relaciones justas entre personas, la justicia exige que se dé al otro lo que le corresponde, y yo doy al otro lo que le corresponde precisamente también diciendo la verdad.
“Algo que nos debemos mutuamente”
La verdad es, por tanto, algo que nos debemos mutuamente por el bien de la sociedad y por el bien de la política. Poder fiarnos los unos de los otros, es, en resumen, indispensable para la protección de la sociedad: “Siendo el hombre un animal social por naturaleza – explica santo Tomás – por naturaleza un hombre debe al otro lo que es esencial a tutela de la sociedad. Ahora, los hombres no podrían convivir sin creerse recíprocamente, sin creer en la sinceridad mutua. Por tanto, también la virtud de la verdad a su forma se refiere a una forma de deuda”.
La sinceridad mutua es una cuestión de justicia, pero aquí se debe hacer una distinción importante, y Santo Tomás no deja de enfatizarla. Mientras que la virtud de la justicia extingue una deuda a nivel jurídico, la virtud de la verdad extingue una deuda a nivel de honestas. Este concepto, que puede traducirse como “honestidad”, es complejo, pero puede interpretarse como “justo respeto”, donde “justo” se refiere a la honestidad y “respeto” al honor. Honestidad se refiere al actuar con rectitud dentro de una relación, al actuar hacia los otros con justa integridad. Y es ex honestate, “por una exigencia de honestidad” que se debe decir la verdad.
Independientemente de las teorías, testimoniar la verdad con palabras y hechos es una virtud para la existencia humana y la cohesión social. No es casualidad que “decir la verdad” sea una de las primeras cosas que los padres enseñan a sus hijos: quieren que se conviertan en personas sinceras, precisamente con palabras y hechos, y de este modo contribuyan de manera positiva al mundo en el que viven. A medida que los niños crecen, se dan cuenta de que las dinámicas de comunicación son más complejas de lo que sugieren sus padres: mientras esperan que sus hijos siempre digan la verdad, sus padres no siempre les dicen la verdad; y esto por un sinfín de razones. A veces no es apropiado hacerlo. En otras ocasiones, podría ser mejor esperar a que los niños crezcan. Un ejemplo puede ser el caso de un suicidio en la familia, que exige una verdad caritativa. En el otro frente está la necesidad estratégica de tomar una decisión valiente. A este respecto viene a la mente Malala Yousafzai y su decisión de decir la verdad sobre la educación de las mujeres en Pakistán.
La compleja toma de decisiones
¿Cómo comportarse entonces? Immanuel Kant pensaba que la verdad tenía que ser dicha en todo momento, tanto que no creía que era lícito mentir ni siquiera para proteger a alguien. En plena guerra mundial, el teólogo luterano Dietrich Bonhoeffer mostró su disidencia. En Ética, escribió: “Del principio de verdad, Kant obtiene la grotesca conclusión de que debe responder con un honesto sí incluso a la pregunta del asesino que irrumpe en mi casa y pregunta si mi amigo, a quien está siguiendo, se refugia aquí”. Para Bonhoeffer es un acto de “arrogancia de la conciencia”. En su opinión, la acción virtuosa consiste en no revelar toda la verdad.
Ahí entra en juego la prudencia porque la virtud de la verdad es compleja y está vinculada a la toma de decisiones, al arte de tomar buenas decisiones en las circunstancias infinitas de la vida cotidiana. Esto no significa ceder a las mentiras. Como enseña la historia de Pinocho, mentir es un vicio. Por otro lado los argumentos de Bonhoeffer muestran que la virtud de la verdad está regulada por el arte de decidir lo justo y lo bueno para uno mismo, para las realidades que nos son confiadas y para la comunidad: está regulada por la virtud que Tomás llama la prudentia.
Sin tal prudencia, que consiste en la capacidad de tomar buenas decisiones, no hay justicia, ni fortaleza, ni templanza. Para Aquino, la piedra angular de la vida virtuosa es la virtud de la prudentia, que las regula a todas. También se aplica a la virtud de la verdad. La verdad es algo bueno pero decir la verdad no siempre lo es. Debemos tener en cuenta que, como nos recuerda el crítico literario inglés Terry Eagleton, para Santo Tomás “la caridad (caritas) es la fuente de todas las virtudes. La caridad es la forma más elevada de un realismo sobriamente desencantado, y por eso es el gemelo de la verdad”.