“El señor Dios plantó un parque en Edén… Hizo brotar del suelo toda clase de árboles hermosos de ver y buenos de comer… En Edén nacía un río que regaba el parque y después se dividía en cuatro brazos… en el territorio de Javilá… el que rodea la Nubia… El Tigris y el Éufrates… Tomó al hombre y lo colocó en el parque de Edén para que lo guardara y lo cultivara” (fragmentos de Gen 2, 8-15).
La Biblia sitúa los ríos que están en el jardín de Edén en la geografía conocida del momento. Esto nos hace ver que seguimos en ese jardín de Edén que no es otra cosa que nuestra tierra. Llena de árboles buenos de comer, llena de recursos naturales que son suficientes para mantener vivos y con una vida digna a todos los habitantes de la tierra. Y Dios solamente nos da un encargo, que lo guardemos y cultivemos. Quiere que actuemos como un jardinero, que hace fructificar su jardín, que busca que sea bello y que quiere que se conserve a lo largo del tiempo.
Hoy seguimos viviendo en nuestra tierra, ese mismo jardín de Edén en el que vivieron Adán y Eva. Y seguimos teniendo el mismo encargo, guardarla y cultivarla, para que nos de lo suficiente para todos. Sin embargo, con frecuencia no hacemos más que explotarla. Preferimos las explotaciones agrícolas a los campos y las huertas, las explotaciones ganaderas a las granjas, las explotaciones forestales a los bosques, la productividad a la belleza…
Por ello sigue estando sobre la mesa la pregunta clave sobre qué hacemos con la creación. ¿La guardamos y la cultivamos? ¿O la explotamos para obtener mayor crecimiento económico? La creación no es nuestra, la naturaleza nos ha sido dada con un encargo. La economía debería tener esto en cuenta a la hora de plantearse sus objetivos.