Lo de los salesianos de Burgos es algo que va más allá de “programas”, “proyectos” y “estructuras”. En su respuesta a los migrantes, son un hogar. Tal cual, sin metáforas, pues han abierto las puertas de su casa y viven desde hace siete años con jóvenes llegados de fuera sin apoyo familiar. Ángel Rodero, uno de los seis hermanos de la comunidad, explica que han pasado por la casa decenas de chicos de entre 18 y 26 años, residiendo actualmente con ellos seis, provenientes de Marruecos, Senegal y Colombia.
“Todo surgió –recuerda– por nuestra pertenencia a Atalaya, una plataforma que fundamos hace 14 años juntos a otras cinco congregaciones religiosas de Burgos. Respectivamente, contábamos con programas de atención a migrantes y refugiados. Hasta que nos dimos cuenta de que, trabajando en red, podíamos ser mucho más eficaces en nuestra respuesta”.
Mudanza
Fruto de ese compromiso, surgió la posibilidad de integrar en su comunidad a los jóvenes, en buena parte marroquíes, que no tenían un ámbito propio en el que sostenerse: “Al principio vivíamos todos juntos en nuestra casa de Fuentecillas. Cuando nos mudamos a Parralillos, ellos se vinieron con nosotros, manteniendo el otro hogar para migrantes de otro perfil”. Y es que, si algo caracteriza la respuesta de los salesianos a estos jóvenes, es la adecuación de la acción a la situación personal de cada uno: “Con el fin de su auténtica integración, incidimos muchos en la formación cultural y en la prelaboral. Por ello, les animamos a inscribirse en la escuela de adultos y a que hagan cursos. Todo ello mientras les ofrecemos asesoría jurídica. Así, cuando consigan regularizar su situación, ya estarán preparados para trabajar, con lo que avanzarán muchísimo en cuanto su autonomía”.
Pero, ¿cómo es el día a día en una comunidad religiosa que cuenta entre sus miembros con jóvenes de otras culturas y religiones? “La clave es conciliar los tiempos, pero en sí es un testimonio precioso, pues desayunamos, comemos y cenamos todos en comunidad. Varios de ellos son musulmanes, pero no tienen inconveniente alguno en sumarse a la oración conjunta que celebramos un domingo al mes. Al revés, lo mismo. Los hermanos nos adaptamos a su realidad en momentos como el Ramadán y consumimos solo la carne que ellos pueden comer”.
Más tolerante
A nivel humano, enfatiza, “es mucho lo recibido. Me he hecho mucho más tolerante, pues pongo rostro y nombre a un fenómeno social como el de la migración. A ellos les sucede algo parecido… Al principio, tienen desconfianza hacia nosotros, pero poco a poco se van rompiendo las barreras y la relación va siendo más estrecha”. Algo que trabajan a fuego lento: “Por ejemplo, todos los jueves acudimos tres religiosos y los chicos que pueden a un comedor social a servir la cena a personas en situación de fuerte exclusión. Cada día voy con uno de ellos y compartimos a pie un camino de unos 20 minutos. Siempre es ahí cuando puedo hablar con ellos y estos se abren, contándome sus historias y el sufrimiento pasado hasta llegar aquí. Algo que en la casa nunca hacen…”.
En este sentido, una historia que ha impactado de un modo especial a Rodero es la de Augustine: “Es un chico que fue en barco hasta Lesbos… Allí, desesperado, pudo llegar a Italia. Y desde Italia viajó a Barcelona escondido en un tren. En la capital catalana se metió en otro tren, igualmente escondido. Se bajó en Burgos por casualidad, cuando estaba muerto de hambre y no pudo continuar más su huida”. El poder ofrecerle ahora una oportunidad de salir adelante es algo que le llena en todos los sentidos: “Estar con estos chavales me ha hecho adaptarme a uno estilo de vida que jamás pensé al consagrarme como religioso. Antes, trabajaba con jóvenes, pero cada uno se iba a su casa. Ahora, ellos son mi casa. Y ese es un gran reto”.