Hay dos momentos del año –entre finales de agosto y comienzos de septiembre, y entre finales de diciembre y comienzos de enero– en que las televisiones se llenan de anuncios que invitan a la colección de los más diversos objetos: muñecas, minerales, coches en miniatura, libros (de ciencia, filosofía, literatura…), etc. Y a las colecciones se le unen también los propósitos: dejar de fumar, ir al gimnasio, llevar una dieta equilibrada y sana, aprender inglés…
Es evidente que estos fenómenos implican una concepción del tiempo en la que se valora la novedad (paradójicamente, dentro de un ciclo de eterno retorno, porque todos los años nos visitan las vacaciones y el Año nuevo): “ahora” –dicen los que vuelven de vacaciones– comenzará de verdad la vida; “ahora” –dicen los que comienzan un nuevo año– empezará verdaderamente mi existencia.
En la Biblia, la novedad también es valorada positivamente. Al menos en algunos textos, como este del profeta Isaías: “Esto dice el Señor, que abrió camino en el mar y una senda en las aguas impetuosas; que sacó a batalla carros y caballos, la tropa y los héroes: caían para no levantarse, se apagaron como mecha que se extingue. ‘No recordéis lo de antaño, no penséis en lo antiguo; mirad que realizo algo nuevo; ya está brotando, ¿no lo notáis? Abriré un camino en el desierto, corrientes en el yermo. Me glorificarán las bestias salvajes, chacales y avestruces, porque pondré agua en el desierto, corrientes en la estepa, para dar de beber a mi pueblo elegido, a este pueblo que me he formado para que proclame mi alabanza’” (Is 43,16-21).
El profeta lee el inminente regreso a la patria de los exiliados en Babilonia (siglo VI a. C.) a la luz del acontecimiento fundante de Israel –la liberación de Egipto–, pero presentándolo como algo ya pasado y caduco frente a la novedad que se avecina, que superará cualquier expectativa.
El autor de la carta a los Hebreos también leyó así la historia: “En muchas ocasiones y de muchas maneras habló Dios antiguamente a los padres por los profetas. En esta etapa final [= ahora], nos ha hablado por el Hijo, al que ha nombrado heredero de todo, y por medio del cual ha realizado los siglos” (Heb 1,1-2).