Tras leer en los Hechos de los Apóstoles la invitación de Jesús a ser sus testigos “hasta en los confines de la Tierra”, Antonio López García-Nieto se lo tomó “al pie de la letra” y, a con 18 años, recién ingresado en los corazonistas, se plantó en Oceanía. Allí lleva 43 años, ya “plenamente integrado en este mundo y en esta cultura, adonde el Espíritu me trajo casi sin que yo me diese cuenta”.
Tras estar en Nueva Caledonia y en las Islas Lealtad, desarrolla su misión en la isla de Tanna, al sur del archipiélago de Vanuatu, a 17.000 kilómetros de España. En pleno cinturón de fuego del Pacífico, con diez volcanes activos y con frecuentes terremotos, tsunamis y ciclones, este punto es uno de los más peligrosos del mundo. Los más mayores de la misión católica de Lowanatom, donde se encuentra, aún recuerdan cómo, en 1959, un tsunami arrasó todo.
El Apocalisis
Desgraciadamente, en marzo de 2015, vivieron un episodio similar con el ciclón PAM, el más fuerte registrado hasta ahora en el Pacífico. Antonio lo recuerda con gran viveza: “Clasificado de categoría 5 por los meteorólogos, la máxima según el baremo oficial, con vientos de 250 km/h, llegó a la isla de Tanna en la mañana de ese 14 de marzo. Fueron nueve horas de viento huracanado y de lluvia continua. Hubo tres muertos… Lo perdimos todo en el colegio, el 90% de los edificios quedaron destruidos. Menos mal que habíamos mandado a todos los alumnos a sus poblados dos días antes. En la comunidad perdimos casi todo, excepto una sala central donde pudimos refugiarnos. Aquí seguimos los cuatro religiosos que formamos la comunidad, hasta que podamos terminar de construir una nueva casa”.
Como explica el religioso, la dureza del ciclón (“normalmente duran una o dos horas, huyendo la gente a las colinas”) hizo que quedara “un panorama de desolación en toda la isla”. La escena más terrible la vivió “cuando el tejado de la casa salió volando. Yo estaba en mi habitación cuando sucedió y creía que había llegado mi última hora. Pero estaba muy tranquilo, con una gran paz. Mi oración en esos momentos a Dios era: ‘Señor, aquí estoy, en tus manos; todo lo que he vivido en mi vida misionera he intentado hacerlo para que tú seas conocido y amado, especialmente entre los niños y los jóvenes de estas islas. Si ha llegado mi hora, me pongo en tus manos con una infinita confianza’. Aguanté casi dos horas bajo la lluvia y el viento huracanado en un pequeño rincón de la habitación donde había quedado una pequeña porción de madera que me protegía más menos que más. Al fin pude salir e ir a la sala central, donde estaban los otros tres hermanos, que habían podido salir de sus habitaciones antes de que volase el tejado. Todos vivíamos esta situación con una gran paz”.
Todos lo habían perdido todo
Nueve horas después, cuando pudieron salir a la calle, comprobaron que “todo el mundo lo había perdido todo”. Por supuesto, no había electricidad, comunicaciones o agua. Entonces, les invadió una más que humana desazón “ante la gran tarea de reconstrucción que quedaba por delante, pues había que volver a renacer de la nada. Tantos años de esfuerzo y de trabajo se habían venido abajo en unas horas. Con la precariedad de medios con que contamos en nuestras islas, nos parecía absolutamente imposible poder llegar a ello”.
Pero dos cosas les animaron. La primera, la conciencia de que, “en esos momentos duros y difíciles, es cuando la fe y la esperanza se afianzan. Sabíamos que Dios no abandona nunca a sus hijos”. La segunda, ver cómo “la población de Lowanatom, habituada a este tipo de desgracias, se puso enseguida manos a la obra y, todos al unísono, empezamos a limpiar las zonas destruidas”.
Una red de solidaridad
Así, pese a que los vecinos entendían “que el colegio estaba totalmente acabado y que era impensable que este año se pudiesen reanudar las clases”, los religiosos convencieron a todos de que debía de ser la tarea prioritaria”. Así, con la meta clara, “empezamos a poner en marcha una red de solidaridad que se extendió a todos los continentes y que logró lo imposible, que el material de reconstrucción llegase por vía marítima hasta nuestra isla perdida, tan alejada de la capital.
Inmediatamente, la población se puso manos a la obra y, en un mes, se logró reconstruir lo esencial para que los alumnos pudiesen volver a estudiar”. El colegio reabrió y, visto con perspectiva, todos coinciden en señalar que fue una experiencia de fe: “Lo que parecía imposible se hizo realidad. Dios nos ha acompañado y nos sigue acompañando en este esfuerzo. Estoy convencido de que fue un milagro con todas las de la ley que yo he podido tocar con mis propias manos”.