Recuerdo que en mi parroquia de la infancia había una imagen de nuestro patrono El Salvador del Mundo, la imagen tenía una mano alzada con el dedo índice apuntando al cielo. A los niños y niñas que íbamos de pronto algo obligados a misa, las abuelas y madres solían explicarnos que si nos portábamos mal la imagen bajaría el dedo para darnos un castigo y probablemente ese sería el fin del mundo. De pequeños nuestras imágenes de Dios probablemente entraron con temor a nuestra memoria, algunos tuvimos más tarde la bendición de encontrarnos con el Dios misericordioso. Sin duda muchas de esas ideas se quedan en nuestro imaginario colectivo sin ser semillas de madurez en la fe. Probablemente lo mismo le ocurrió al Gobernador de Puebla, quien tras las afirmaciones que “Dios castigó” a quienes le robaron la elección de 2018, ha causado revuelo en el ámbito político y la sociedad en su conjunto.
Por muchos años, siglos quizás, el castigo de Dios se ha visto con el lente equivocado, es decir, se ve a Dios como el castigador, el justiciero, el que toma en su mano la fuerza divina para aniquilar al enemigo, el que manda enfermedad o muerte a aquellos que han actuado de manera equivocada. ¿Dios es realmente castigador?
La respuesta es un rotundo No. A lo largo de toda la historia de la salvación de Dios hay tres atributos que podríamos destacar del Dios Uno y Trino. El primero, Dios es el que toma la iniciativa de revelarse, de darse a conocer, no es el hombre y su limitada inteligencia quien lo descubre. Es Dios que se hace el encontradizo. La segunda, Dios se manifiesta como el Dios del amor. El amor que Dios tiene por su creación va más allá del castigo, de hecho, por eso la fe profesa que el rostro visible del Dios invisible es el amor manifestado por su Hijo Jesús. Y tercero, la gran Misericordia que de Dios procede. En este último atributo quisiera centrarme un poco más, no como un especialista en Sagrada Escritura, porque hay muchos estudiosos a quien debo mi admiración y respeto, sino desde mi propia experiencia de estudio y maduración en la fe.
Una de las definiciones de Dios que nos da el Antiguo Testamento es que: “Dios es misericordioso y compasivo”. En algunas ocasiones se especifica la idea de Dios con el apelativo de “justo” (Sal 112,4 y 116,5). En el pasaje del Ex 34,6 Dios se presenta a su pueblo como aquél que es “Dios misericordioso y clemente, tardo para la cólera y rico en amor y fidelidad” y como estos ejemplos el Antiguo Testamento está lleno de ejemplos de la misericordia de Dios (cfr. Num 14,18; Joel 2,13; Jon 4,2; Sal 86,15; 103,8; 145,8; Neh 9,17; Prv 14,29; 15,18; 16,32). De hecho, la misericordia de Dios se convierte en el grito de confianza del pueblo que afirma que “Su misericordia es eterna”.
Otras veces, la misericordia es sencillamente la inclinación sistemática de Dios a prestar auxilio en la necesidad de su creatura. La idea de ese Dios que ve la aflicción del pueblo, oye sus clamores, conoce sus angustias y baja a salvar (Ex 3,7 ss.) está siempre presente en la mente de los fieles del Antiguo Testamento.
La misericordia de Dios
Para el cardenal Walter Kasper la máxima revelación de la misericordia en el Antiguo Testamento se encuentra en el libro del profeta Oseas: El pueblo ha roto la alianza y se ha convertido en una “prostituta deshonrada”. Oseas revela que si Dios ha decidido no usar ya misericordia con Israel (Os 1,6) y castigarlo pero Dios es fiel a sus promesas de ayuda y salvación, pero cuando pareciera que Dios ha decidido no mostrarse más misericordioso (Os 1,6-9). Dios arroja fuera de sí la justicia y en lugar de ir contra el pueblo estalla la compasión y la misericordia dentro de Dios mismo; su “corazón se revuelve dentro de él, sus entrañas se conmueven” (Os 11,8) y decide no dar ya desahogo al ardor de su ira, así un día el infiel será de nuevo llamado “Ha recibido misericordia” “Porque soy Dios y no un hombre; soy el Santo en medio de ti, y no vendré con ira” (Os 11,9)[1]
Y qué decir del Nuevo Testamento, todo él es una manifestación de la misericordia de Dios por medio de su Hijo Jesús. Basta leer las parábolas de la misericordia que San Lucas nos proporciona. En donde el Señor, como Pastor de cien ovejas está preocupado por una oveja que se ha perdido. Y el Pastor no descansa hasta que la busca, la encuentra herida, la cura, la monta sobre sus hombros y vuelve alegre a casa. Él mismo es quien la busca, lo sana, es decir, lo perdona y lo reintegra a la vida de gracia. La segunda parábola es la de la moneda perdida, cuya dueña, a pesar de tener otras nueve monedas en su poder, mueve toda la casa hasta encontrar la moneda que se le había desaparecido. De allí que, al encontrar su décima moneda reúne a amigas y vecinas para celebrar.
Y la tercera, la llamada “Parábola del Hijo Pródigo”. San Lucas busca manifestar la ternura de un Dios que nos invita a estar a su lado. Dios representado en aquel amoroso padre refleja en su rostro los rasgos de la vida, del perdón. Él da vida a aquellos que, libremente, deciden seguirle. Dios Padre nos da vida porque es Amor. Habitar en la casa del Padre es gozar de la misericordia y el cariño de Dios. El hijo menor representa al creyente autosuficiente que se ha alejado de la casa. Lejos de la casa del padre no hay vida verdadera, sino desgracia y muerte. Pero, siendo consciente de que ha perdido la vida, el amor, decide volver al buen camino y allí goza de la vida. El Padre lo acoge de nuevo y, de alguna manera, vuelve a engendrarlo.
Si Dios se ha revelado como el Dios de la misericordia ¿cómo entender que las personas afirmen que Dios castiga? Si se quiere verdaderamente cambiar la visión del Dios castigador, por la del Dios misericordioso, hace falta no solamente superar nuestros primeros pininos como cristianos, hay que iniciar un proceso de recorrido de fe, habrá que tener una experiencia misma de Dios para experimentar en primera persona lo que Dios es capaz de hacer por la persona. Nuestro horizonte se extiende cuando experimentamos la misericordia, aprendemos a perdonar y a reconciliarnos desde la raíz de nuestra voluntad.
[1] Cfr. KASPER, Walter, “La Misericordia”, P. 57.