Tribuna

El puente necesario

Compartir

Luego de la jornada electoral del domingo 27 de octubre e inmersos en plena transición hacia el traspaso de mando, podremos desacelerar la dinámica de las campañas, apartarnos del vértigo informativo y animarnos a ampliar el horizonte de nuestro análisis. Una mirada que nos permita visualizar el rumbo necesario para mejorar la vida de los argentinos, incluyendo, pero yendo más allá del próximo turno presidencial.

Hace más de doscientos años, la Revolución Francesa enarboló un lema histórico: “Libertad, Igualdad, Fraternidad”. Pero inmediatamente, desde el seno mismo de la Asamblea Nacional entonces constituida, surgió una división entre los que priorizaban la libertad y aquellos que sostenían la primacía de la igualdad. Dos polos, derecha e izquierda, que inauguraron la conformación política básica de la historia contemporánea. Dos sensibilidades para operar sobre la realidad. Dos caminos políticos a proponer.

La tensión entre la libertad y la igualdad

Quienes priorizan la libertad la consideran indispensable para que se respeten los derechos individuales y para favorecer iniciativas que conduzcan al progreso y la modernización. Desconfían de la intervención del Estado, tanto en la esfera personal como en el campo de las relaciones económicas. Llevados estos postulados al extremo nos encontramos con el neoliberalismo, una visión de la vida donde, en palabras de Margaret Thatcher, “no hay tal cosa como la sociedad, hay hombres y mujeres”.

Quienes priorizan como objetivo político alcanzar la igualdad social entienden que todos los seres humanos tienen una dignidad inalienable que los hace sujetos de derechos y que los derechos deben poder ser ejercidos, si no serían meras entelequias. El Estado debe intervenir para garantizar que todos, en particular los más débiles y desprotegidos, puedan ejercer efectivamente la ciudadanía y alcancen las condiciones para desarrollarse. Llevados estos postulados al extremo nos encontramos con el sistema comunista, el régimen de partido único y el cercenamiento de libertades políticas.

En el medio de ambos extremos, una larga serie de avances y retrocesos en procura de mejores ciudadanos para mejores sociedades. Con luces y sombras, en tensión constante, estos dos polos interactúan en toda sociedad moderna y se expresan de diversas maneras. A los tropezones, generalmente movidos por acontecimientos y procesos traumáticos o inconformistas. Un hito fundamental en este camino fue la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948, reacción y compromiso frente a la tragedia de la Segunda Guerra Mundial. En ella se recuerdan, se establecen, se actualizan y se relacionan los principios emanados de la revolución francesa, completándolos y dándoles carácter global.

A veces olvidada, cuando no menospreciada por “idealista”, aquella Declaración fue una semilla que a lo largo de las décadas fue dando frutos, casi siempre después de grandes dolores y de luchas ejemplares. El resultado es que hoy sabemos que sin mercado no hay libertad, pero que la libertad es más que el mercado; que sin “umbral civilizatorio”, término de Norberto Bobbio, que garantice mínimas condiciones socioeconómicas no hay justicia posible; que una gran desigualdad socava las bases de la convivencia social y hace inviable el progreso y el ejercicio de la libertad; que la democracia, como sistema político basado en el respeto a los derechos humanos, se desarrolla en medio y a través de la tensión entre la ineludible responsabilidad personal y la imprescindible solidaridad comunitaria, entre la fuerza del Estado y la fortaleza ciudadana para evitar sus excesos; que los conflictos son inherentes a toda sociedad y que la salud del sistema se mide en cómo afronta y va tratando de resolverlos, sin negarlos, ocultarlos o reprimirlos.

Este aprendizaje no elimina dificultades, riesgos y amenazas, en particular en sociedades frágiles y/o fragmentadas. No siempre la tensión entre libertad e igualdad se puede procesar adecuadamente. En un flamante ensayo, dos analistas, Daron Acemoglu y James Robinson, plantearon esas dificultades en forma de preguntas: ¿Cómo se puede garantizar que, cuando en un mundo complejo se le pida al Estado que asuma más responsabilidades, este permanecerá moderado y bajo control? ¿Cómo se puede mantener una situación en la que la sociedad trabaja conjuntamente en lugar de volverse contra sí misma, escindida por diferencias y divisiones? ¿Cómo se impide que esto se convierta en una competición de suma cero?

La tensión entre libertad e igualdad forma parte de la acción política y no puede ni debe negarse, aunque sí podemos encontrar mecanismos para que de dicha tensión surjan espacios de convergencia y caminos superadores. En la competencia electoral participan, con mayor o menor organicidad, partidos o coaliciones de partidos políticos. Por definición, un partido es un conjunto de personas que siguen y defienden una misma opinión o casa, conjunto que es “parte” de un todo –en nuestro caso, de la sociedad argentina– y que “toma parte”, escoge una determinada dirección entre varias posibilidades.

Una gran tentación de quienes desarrollan actividades políticas, participan en espacios políticos y hasta de quienes simpatizan con una opción partidaria determinada, es absolutizar la propia mirada, la propia perspectiva, la propia convicción. Entonces es muy fácil ver solo virtudes en el propio espacio y solo calamidades en los otros, cuando todos sabemos que la realidad es mucho más compleja que esta simplificación, en parte ideológica y en parte afectiva.

Puente

El camino de la fraternidad

Como sucede con muchos dilemas, probablemente también de estos debamos salir “por arriba”, recuperando y desarrollando el tercer polo del lema revolucionario, la Fraternidad. Para construir una vida mejor para todos es necesario que podamos articular, en forma constante, cotidiana y artesanal, la libertad y la igualdad con la fraternidad. Esta articulación supone, utilizando términos muy de moda en estos años, deconstruir formas arraigadas de pensar, de sentir y de comunicar políticamente, sin negarle valor a cada una de ellas pero reconociendo que, para los desafíos que enfrentamos (desarrollo productivo, integración social, lucha sistemática y prioritaria contra la indigencia y la pobreza, por mencionar algunos), esas formas resultan insuficientes.

En ese proceso de reaprendizaje, el primer paso consiste en sacar a la fraternidad del olvidado arcón de las bellas palabras y reintroducirla como categoría política, dotarla de la potencia política de sus “coequipers”, la libertad y la igualdad. Hablar de fraternidad no es una cuestión intimista o de tono acaramelado, sino que encierra un posicionamiento nítido a la hora de construir ciudadanía.

Esa mirada está contenida en el artículo 1º de la Declaración de 1948: “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros”. La Declaración Universal de Derechos Humanos nos amplía el horizonte: no basta con la libertad, no basta con la igualdad, ni siquiera basta con una razonable dosis de ambas. Hace falta un paso más, consecuencia del avance de la libertad y de la igualdad en dignidad y derechos: el comportamiento (político) fraterno entre los ciudadanos de una misma nación y entre todos los seres humanos del planeta Tierra.

Hace unos años, el ex presidente Mujica nos enseñó que a los argentinos nos hace falta querernos un poco más. Mujica es un político consumado y esa declaración encierra un fuerte contenido político. La fragmentación y el distanciamiento (social, económico, cultural, político) genera extrañeza y debilita cualquier idea comunitaria, cualquier vocación para “aprender a vivir juntos” (Delors). “Sólo el amor alumbra lo que perdura”, nos regaló Silvio Rodríguez en su histórica canción. Traducida esa frase a la esfera de la ciudadanía, solo la fraternidad alumbrará una Patria que perdure, que no se agote en enfrentamientos inútiles o se deshilache por la indiferencia hacia el otro. Si se quiere saltar la grieta, el puente necesario donde encontrarnos es la fraternidad entre los argentinos.

La necesidad del otro

La fraternidad supone reconocer al otro como mi hermano, mi igual, sea cual sea su pensamiento y su posicionamiento. Reconocer es volver a conocer, es “mirarlo de una manera diferente y descubrir entonces algo que antes no se había visto”, como ha escrito recientemente Jorge Oesterheld. Ver de nuevo a mi conciudadano como mi prójimo y descubrir quién es, qué espera, qué sueña, resaltar su dignidad inalienable. Reconocer(lo) es captar sus necesidades y comprometerme a paliarlas; es valorar su ser, su pensar, su quehacer, su sensibilidad. Y al reconocer(lo) como “fraterno”, “podremos vernos a nosotros mismos también de nuevo” (otra vez Oesterheld) y descubrir que nos necesitamos, sí o sí, para construir un país mejor. La fraternidad aleja la indiferencia y el “no te metas” y ayuda a que cada uno pueda aportar lo mejor de sí en pos del bien común. La fraternidad combate el desapego espiritual que incuba el individualismo y el anonimato de la masificación. Construye vínculos, acerca corazones, reduce la extrañeza, arraiga la vida en proyectos compartidos, genera compromisos duraderos, cimenta la vida en común.

Para lograr que la fraternidad sea posicionada como categoría política y como regla básica del comportamiento ciudadano, debe ser la sociedad civil en su conjunto quien la asuma, la impulse y la ejecute. Los hombres y las mujeres comunes de nuestro país serán los constructores de puentes que obligarán a los políticos a sumarse. Debemos exigir fraternidad ejerciéndola entre nosotros, especialmente entre quienes pensamos y sentimos políticamente de manera diferente. Nos ayudará a encontrarnos, a poder hablar sin miedo a romper amistades o afectos, a colocar las cosas en su justo sitio.

La fraternidad es un buen camino para avanzar en la unidad dentro de la pluralidad. Necesita inevitablemente de la libertad personal y de la confianza mutua. Necesariamente requiere que la diversidad no se base en la desigualdad flagrante, sino en el respeto a las condiciones mínimas de ejercicio de derechos en todos. Es energía para crecer en libertad y en igualdad. Es destino imprescindible para cuidar a nuestro pueblo y a nuestro mundo, para crecer en conciencia ciudadana y en responsabilidad planetaria. ¿Y si, aprovechando el próximo período presidencial, nos animamos a probar con más fraternidad entre argentinos?