En contraste con las tradiciones de otras culturas, resulta innegable que en días pasados en México hemos sido testigos de una tradición única: la festividad del Día de Muertos. En gran parte del territorio nos desbordamos de alegría, recuerdos y detalles para quienes ya no están con nosotros. Este tiempo de tradición y costumbre sin duda manifiesta no sólo un recuerdo de nuestros seres más queridos y de quienes se han abierto camino en la santidad, representa también un momento de fe para reflexionar en el Dios que creemos.
Las tradiciones que se retratan en la mayoría de hogares mexicanos incluyen la puesta de ofrenda como un tributo a la comida y la bebida que prefería nuestro ser querido. Hay quienes incluyen música, libros, detalles que se quedaron guardados en nuestra memoria cuando ese ser querido todavía estaba con vida. El festejo del Día de Muertos a principios del Siglo XX estuvo marcado también por las aportaciones de Guadalupe Posadas a través de su litografía representando la que luego se volvería una catrina, símbolo de que todos a la hora de la muerte estamos igualmente pobres.
La muerte, el paso a lo eterno
Desde nuestra tradición de fe, celebrar el día de Todos los Santos y el día de los Fieles Difuntos es una manifestación clara del Dios que no castiga, sino del Dios de la vida, un Dios que de una y mil maneras busca manifestarse como el Padre que cuida de sus hijos, aún después de la vida terrena que tenemos. San José María Escrivá decía en el número 891 de Surco: “Si alguna vez te intranquiliza el pensamiento de nuestra hermana la muerte, porque ¡te ves tan poca cosa!, anímate y considera: ¿qué será ese Cielo que nos espera, cuando toda la hermosura y la grandeza, toda la felicidad y el Amor infinitos de Dios se viertan en el pobre vaso de barro que es la criatura humana, y la sacien eternamente, siempre con la novedad de una dicha nueva?”.
Para los cristianos, la muerte es el paso a lo eterno, es cuando tenemos el verdadero nacimiento, es cuando el Señor nos llama a ser parte de su Reino en plenitud. Hoy en esta conmemoración anual de todos los Fieles Difuntos, nosotros como creyentes reflexionamos sobre el significado de la vida, en lugar de sobre el significado de la muerte, porque la muerte, aunque biológica y natural, en realidad no es sobre el ser humano, porque, de acuerdo a nuestra fe nuestra alma es inmortal, no está sujeta a la muerte eterna y si experimentamos la muerte corporal es un mero trámite para una resurrección final, para regresar a la casa del Padre. En pocas palabras, la muerte no es el último acto de nuestra historia personal, sino el comienzo de una nueva vida, la vida de comunión con Dios. Y en este día de tradición y costumbre por nuestros hermanos difuntos, miramos con fe a Jesús que ha abierto, a través de su muerte en la cruz y la resurrección la puerta a la eternidad.
De ahí que las palabras de Jesús: “El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí y yo en él” revelan el sentido último de la vida humana. El verbo permanecer describe la realidad de “ser y estar” en Cristo. Romper los afectos humanos no es fácil, de ahí que se experimente dolor, soledad y tristeza ante la muerte de un ser querido. Muchas familias recuerdan con dolor a sus hijos, hijas, padres, madres y hermanos que les han sido arrebatados por la violencia. Una muerte con ese dolor, significa una pérdida abrupta, intensa y también muy dolorosa. Sin embargo, esa situación es pasajera y mediante el duelo fortalecemos la fe y la esperanza, para entender que ese ser que ha partido no lo perdemos, sino que lo ganamos para Dios. Nuestro destino es el de ser ciudadanos del cielo. Cuando nos apegamos a esta vida terrena corremos el riesgo de perder el horizonte, incluso de vivir de espaldas a Dios y llevar una vida disoluta y sin trascendencia. La resurrección y la vida son nuestra meta.
Con el corazón lleno de confianza en el Dios de la vida, que una tradición como es el Día de Muertos nos recuerde siempre el valor de tener presentes a nuestros difuntos en nuestras ofrendas, con nuestros altares, con nuestras visitas al panteón, con nuestra alegría y algarabía de saber que la muerte no vence, porque el Dios de la vida nos llama a estar con Él.