“Marta, tú no estás hecha para vivir sin un hombre a tu lado”. “Una vida sin sexo no es natural”. Estas y otras fueron las cosas que me dijeron cuando, aún siendo muy joven y con todas las posibilidades del mundo, les conté a mis amigos la decisión de hacer un voto de castidad. Estábamos en la discoteca, el día de la graduación después de selectividad, en Madrid. Esa noche hubo escenas realmente divertidas, en parte por la noticia inesperada y en parte por la influencia del alcohol en mis amigos.
En realidad, no puedo decir que fue mi decisión, sino una respuesta a una invitación que sentí dentro durante años, y que no había podido ahogar a pesar de que lo había intentado mucho. Creo que tenía solo quince años cuando por primera vez sentí fuertemente en mi corazón que Jesús estaba pidiéndome todo el corazón. Inmediatamente entendí lo que quería decir: mi ser mujer, mi capacidad de pertenecer a alguien con amor total.
Esta llamada se repitió varias veces a lo largo de los años, pero contrastaba demasiado con lo que pensaba que eran mis sueños, deseos y expectativas más profundos: no recuerdo un momento en mi infancia o adolescencia sin alguien al lado, o en mis sueños. Pero la llamada era insistente, y no pude ignorarla. Jesús me pedía el corazón, todo mi corazón, cada vez. Finalmente di un salto de confianza: decidí entregar mis sueños a Dios y confiar en que Él no me decepcionaría. Comencé mi viaje con determinación y también con alegría. Quizás incluso con un poco de ingenuidad. Me sentí profundamente amada, buscada, elegida.
Han pasado 33 años, y debo decir que no han faltado las dificultades. El amor en mi vida consagrada está hecho, como todo tipo de amor, de encuentro y de soledad, de cielo y de prueba. Después de los primeros años de entusiasmo juvenil y de mucha consolación, empecé a entender que ese “sí” que había dado el día que me fui de casa se tenía que hacer verdadero cada día, y llenarse de contenido cada vez. Consagrarse no quiere decir convertirse en un ángel: la necesidad, tendencias y deseos propios del ser hombre o mujer permanecen ahí. Esto es bonito pero se convierte en un desafío: la aventura de dejarse conquistar verdaderamente. Es más sencillo negar estas fuerzas, tratar de distraerse, o hacer como que nada concediéndose pequeñas fugas de identidad.
Yo he tenido el don de comprender bien que si Dios me estaba llamando a la vida consagrada no era para hacerme menos mujer, sino que se me proponía un camino –misterioso a veces– para realizar plenamente mi feminidad. Poco a poco aprendí a no tener miedo de las cosas que sentía: a veces un sentimiento romántico, estar fascinada por un hombre, otras un deseo de ser abrazada o de ser madre. Me di cuenta de que no debía negar estos deseos, sino aprender a “decodificarlos” y descubrir que eran manifestaciones de un deseo de amor y una fecundidad profunda, y era precisamente allí donde Dios quería encontrarse conmigo.
Dar sentido a mi cuerpo como mujer
Estas experiencias me hicieron descubrir áreas de mi ser mujer que tenían que ser conquistadas cada vez. Comprendía que para mí esto era muy importante, y que si no me hubiera sentido completamente una mujer en mi camino, habría tenido promblemas cuando un hombre me hiciera sentir mujer. Entonces aprendí a dar sentido a mi cuerpo como mujer, a las tendencias y expectativas más profundas. Ha habido momentos difíciles, cuando me parecía que las criaturas eran tan brillantes como el sol al mediodía, mientras Dios permanecía en las sombras.
Muchas veces he repetido al Señor: “Siento esto, pero te prefiero, te elijo a Ti”. Estos pasos de confianza me han llevado a un encuentro más profundo cada vez, y a experimentar que para mí no hay amor como el suyo, ni amante como Él. Sintiéndome amada, he visto crecer en mí la libertad afectiva: la capacidad de dar y recibir amor de acuerdo con mi identidad. Mi universo afectivo se ha vuelto cada vez más amplio y mi feminidad más luminosa, porque me reconozco como hija, hermana, esposa y madre.