Una vez, un amigo mío, cuando me presentó a su mujer, me dijo: “Ella es lo mejor que me pasó en la vida”. Eso me hizo caer en la cuenta que el llamado que me hizo el Señor a formar parte de su Compañía fue “lo mejor que me pasó en mi vida”, tanto por todo lo que supone –ante todo, ser cristiano– como por lo que conllevó consigo, aun en el plano de la realización humana.
Antes que la vocación al sacerdocio sentí el llamado a una entrega total a Dios, y al seguimiento radical de Cristo en la vida religiosa. Conocí a la Compañía por lecturas y porque frecuentaba dominicalmente la iglesia del Salvador, aunque siempre asistí a escuelas del Estado. En los primeros tiempos solía confesarme con el P. Ochagavía –creo que se llamaba Fernando–, jesuita chileno, tío del P. Juan Ochagavía, quien me pasaba hojitas sobre la comunión frecuente, etc., y también me dio un folleto, si mal no recuerdo, del P. Doyle, sobre la Vida Religiosa y, luego, un libro algo más extenso sobre el mismo tema, del P. Parola.
Entre las órdenes y congregaciones, me parecía que la Compañía seguía a Cristo no solo en la vida activa, sino también en la contemplativa, y que, al no tener un apostolado único y predeterminado, me abría más la posibilidad de hacer la Voluntad de Dios, sin precondicionamientos. En ese momento era indiferente a ser sacerdote o hermano jesuita, más tarde comprendí que Dios me llamaba a ser sacerdote en la Compañía.
Desde el confesionario
Como dije, mi conocimiento de esta fue doble, por un lado, el contacto en la iglesia del Salvador, tanto en las confesiones –con el P. Ochagavía y, luego, con el P. Beguiriztain–, como cuando empecé a ayudar en misa –gracias al pedido del Hno. Munar– y, más tarde, en la Congregación mariana del P. Galarza. Por otro lado, como me gustaba la lectura, cuando en mi casa se acabaron las novelas, leí otros libros que me habían regalado, entre ellos, la vida de San Ignacio de Loyola y algunas historias noveladas de misioneros de la colección ‘Desde lejanas tierras’. Todo ello incidió en mi vocación, no en último lugar el ejercicio de la oración mental, aprendida en lecturas, aunque todavía no conocía el consejo de Ignacio de “reposarse, sin pasar adelante”.
Además, no faltaron consultas hechas a los Padres sobre mis estudios de magisterio, por ejemplo, acerca de pedagogía y aun de filosofía, cuando –gracias a la lectura de ‘Una filosofía antropológica de la educación’ (o algo así) de De Hovre, recomendada por el P. Pizzariello– caí en la cuenta que detrás de cada proyecto pedagógico hay una antropología filosófica. En los dos últimos años antes de mi entrada al noviciado, frecuenté las clases del Instituto Superior de Filosofía, donde enseñaban los PP. Enrique Pita, Ismael Quiles y Honorio Gómez (al primero y al tercero solía ayudarles la misa). En ese Instituto –cuna de lo que luego fue la Universidad del Salvador– la mayoría de los alumnos eran adultos, sobre todo profesionales, pero también asistíamos tres adolescentes, a saber, el que luego fue el P. José Luis Romero, quien fuera más tarde el Dr. Novo, psiquiatra, pero que entonces deseaba ser jesuita –aunque nunca entró–, y yo.
Varias experiencias espirituales marcaron mi vida de jesuita. El primer año de noviciado hice el mes de Ejercicios, pero fue en el segundo año que el P. Maestro Francisco Zaragozí, me permitió repetir la Segunda Semana y, como saqué mucho fruto, especialmente en la meditación del Reino, me permitió seguir con la Tercera y Cuarta. Más tarde, muchas de las experiencias clave las tuve en Ejercicios, sobre todo en mi Tercera Probación, hecha en Francia con el P. Antoine Delchard, excelente director espiritual. Pero también fuera de los mismos, por ejemplo, durante mis estudios de filosofía en San Miguel, me impactó fuertemente la lectura de los textos del P. Jerónimo Nadal, citados en el libro del P. Nicolau: allí aprendí entonces que el “con Cristo” de la meditación del Reino es también un “en Cristo”, según la expresión de San Pablo: vivir en Cristo, amar en Cristo, ser tomado por Él como su instrumento libre al servicio del Padre, en el Espíritu.
Apostolado intelectual
Mi misión en la Compañía siempre se centró –aunque no exclusivamente– en el apostolado intelectual y de la formación intelectual de jesuitas y no jesuitas. Para mí, sobre todo gracias a la experiencia de los Ejercicios, en especial, durante la Tercera Probación, dicho apostolado se alimenta de la vida espiritual, el espíritu de los Ejercicios y el discernimiento ignaciano. Pues, en el mes de Ejercicios hechos en Saint-Martin d’Ablois, algo “se rompió” en mí, liberándome en principio del apego demasiado inmediato a la cultura humana, filosófica y teológica, para poder ponerla al servicio. Y así, también la recibí, “por añadidura”.
Gracias a Dios, en cada etapa de mi formación encontré un verdadero “maestro”, no solo el P. Zaragozí, en el noviciado, sino también el maestrillo, luego P. Pedro Fuentes, en el juniorado; el P. Miguel Ángel Fiorito, en filosofía, Karl Rahner, en teología –la que estudié en Innsbruck–, y el ya mencionado P. Delchard, en mi tercera probación, a quienes se puede agregar también Max Müller, en el doctorado (Munich). Cuando entré a la Compañía estaba convencido que era muy estudioso y podía aprender mucho, pero, como la formación recibida en la Escuela Normal era enciclopédica, entonces pensaba que yo carecía de creatividad intelectual. Pero los trabajos de reflexión sobre los Salmos y documentos de la Compañía, que nos hacía realizar el Padre Maestro en el noviciado y, sobre todo, los del juniorado, hicieron que descubriera esa nueva veta de mi vida intelectual, tanto en el nivel del pensamiento mismo como de su expresión escrita.
Recuerdo que, junto con los que después fueron los Padres Olivera, Sáenz, Sobrón y Jorge Anzorena, redactábamos una revista en el juniorado, con nuestros trabajos humanísticos y de crítica literaria. Mi primera publicación –en ‘Ciencia y Fe’, que luego se llamó ‘Stromata’– fue la reseña, escrita para la revista del juniorado sobre ‘El fin de los tiempos modernos’ de Romano Guardini. Tanto es así que el visitador, P. Moreno, me propuso entonces destinarme a profesor del juniorado. Es de notar que tanto el P. Zaragozí como Fuentes, en el tipo de trabajo que nos hacían hacer, seguían el método del entonces maestrillo Juan Luis Segundo, uruguayo, luego uno de los teólogos líderes de América Latina, quien, a su vez, continuaba el camino iniciado antes por otro maestrillo, el ahora P. Enrique Fabbri.
El estudio de la filosofía
Más tarde, al terminar mis estudios filosóficos, el P. Fiorito me propuso dedicarme a la filosofía; por eso, después del magisterio –en el cual enseñé literatura y Humanidades en el Seminario Menor de Buenos Aires– fui enviado a hacer la teología con Rahner, por su impronta especulativa en la reflexión teológica. Y, aunque en ese tiempo pedí que me destinaran a ser profesor de teología, finalmente el P. provincial Gaviña me reconfirmó mi destinación a la filosofía. Pero, desde esta no dejé de estar al servicio de la teología, uniendo ambas estrechamente entre sí y con mi vida espiritual y apostólica, sin confundirlas.
Estimo que, en el fondo, esa ha sido mi misión y mi carisma, al servicio de los estudiantes, de la Iglesia y aun de la sociedad. Por eso elegí como materia de mi tesis a Maurice Blondel, en quien también esos tres factores estuvieron íntimamente unidos, como lo muestran sus diarios espirituales, sus cartas y sus obras, en las que predominan, respectivamente, su vida espiritual y apostólica, su teología y su filosofía.
A esa síntesis entre lo filosófico-teológico y lo espiritual-apostólico, simbolizada por la figura de Blondel, le faltaba entonces un tercer factor de lo que –visto desde ahora– ha sido mi carisma y misión, a saber, el componente latinoamericano-social. Con todo, cuando regresé a la Argentina en noviembre de 1967, no solo yo –que había tenido de profesores a expertos del Concilio como Rahner y Josef Jungmann– sino una parte importante de la Iglesia argentina, respirábamos el espíritu del Vaticano II.
“Bergoglio me dijo algo que me quedó grabado”
En el Colegio Máximo me encontré con una reunión de sacerdotes, que luego conformarían el Movimiento para el Tercer Mundo, luego me conecté con los trabajos que estaban haciendo Lucio Gera y su grupo teológico-pastoral de la COEPAL –al cual también pertenecían los jesuitas Alberto Sily y Fernando Boasso– sobre evangelización de los pueblos, de la cultura y las culturas, religiosidad popular y pastoral popular, y en 1969, conocí a Enrique Dussel –quien ya estaba trabajando en una filosofía latinoamericana–, el cual vino a pasar unos días en nuestra casa, a fin de usar la biblioteca. De las conversaciones con él nacieron en 1970 las Jornadas Académicas interdisciplinares de teología, filosofía y ciencias sociales, de las Facultades de San Miguel, centradas en temas latinoamericanos y argentinos, que se extendieron de 1970 a 1975 inclusive, publicadas anualmente en la revista ‘Stromata’.
Todo ello y la participación en el encuentro de El Escorial (1972), la consecuente colaboración con el CELAM y la CLAR, mis aportes –sobre todo metodológicos y epistemológicos– a la teología de la liberación, y a la filosofía latinoamericana, mi trabajo en barrios populares de San Miguel (entonces, en la Manuelita, ayudando al P. José Ignacio Vicentini desde 1971), contribuyeron a darle a lo que había recibido tanto en Córdoba y San Miguel como en Europa, el tercer componente que faltaba, a saber: la perspectiva latinoamericana, informada por la opción preferencial por los pobres, que ya la Iglesia latinoamericana había vivido en Medellín (1968) y, luego, explicitó en Puebla (1979). Por ello, me pareció acertado que, cuando –bastante tiempo después– el Hno. Ariel Fresia, SDB compiló un catálogo de mis publicaciones, las dividiera en tres ámbitos: el filosófico, el teológico y el de la doctrina social de la Iglesia, en ese orden.
Cuando el actual cardenal Bergoglio era provincial, me dijo algo que me quedó grabado, a saber, que en mis trabajos apostólicos estaba realizando de hecho la misión actual de la Compañía: el servicio de la fe y la promoción de la justicia. Pues, al enseñar teología filosófica y escribir sobre esa temática y sobre teología, estaba contribuyendo a lo primero, y a lo segundo, al dedicarme a la teología y filosofía de la liberación, y a la doctrina social de la Iglesia, además del trabajo sacerdotal entre los pobres de los barrios. Después de la CG 34, de la cual tuve el gozo de participar, podría añadir algo semejante tanto con respecto a la problemática de la cultura e inculturación (sobre todo del pensamiento filosófico y teológico) como a la del diálogo, no interreligioso, pero sí interdisciplinar e intercultural.
Sigo pensando que, con la vocación a la Compañía de Jesús, me vinieron todos los bienes apostólicos, espirituales, humanos e intelectuales que el Señor me dio y me sigue dando todavía. Espero que Él continúe regalándomelos “hasta el extremo” en el tiempo que todavía me queda de vida.