Venezuela se ha vuelto un lugar inhóspito. Sin los servicios básicos, sin la seguridad de regresar vivo al hogar, sin el reconocimiento de los estudios. Da igual si trabajas en una buena empresa. Todo desemboca en un mismo vertedero: sueldos de hambre y miseria; y una sociedad en decadencia.
Mi país es un caos. Un día no hay agua, otro día no hay electricidad, semanas enteras donde fallan ambos servicios. ¡El gas doméstico! Largas filas para comprar lo que se pueda.
Soy del interior del país, pero vivía en Caracas porque allá estudiaba. Terminé mi carrera al borde de un colapso emocional. La vida se me iba en salir de casa, correr entre concentraciones masivas, militares apostados en las avenidas, tanques de “guerra” frente a los miles de manifestantes que clamaban libertad… Era una odisea volver a casa. Vi tantas veces la misma historia…
Venezolanos unidos en un grito de libertad, militares en contra de un pueblo que sufre, al igual que ellos, las opresiones de un sistema fracasado, pero que se niegan a sublevarse. Un olor incesante a gas lacrimógeno en el aire, disparos lejos y cerca y, de vez en cuando, un helicóptero que observaba desde arriba, mudo, aquella efervescencia violenta. Y la ayuda nunca llegó…
Un día, vi cómo un estudiante moría en brazos de la muchedumbre. Ya había registros de muertos anteriores, sí, pero este lo vi de cerca, estaba ahí. ¡Pude haber sido yo! Ese día dije “basta”. Mi forma de hacer política estaba en el aula; mi forma de exigir libertad estaba oprimida y distante.
Ese mismo día abandoné las calles. Mi familia me esperaba y debía regresar con vida. Regresé a mi pueblo natal con un vacío en el alma, con la impotencia de no poder hacer nada, con la tristeza de quien huye y se siente perdido en su patria.
Me quebré este marzo, cuando Venezuela quedó sumida en la penumbra por largas semanas: colapsó el sistema eléctrico en su totalidad. ¡Lo que faltaba! Sin luz, sin agua, sin comida, sin comunicación. Era el abismo de un país destruido. Me dije: “¿Qué más vas a aguantar, chama? Huye”.
Llegué a España el 14 de octubre. Una nueva historia, una nueva oportunidad, un universo de incertidumbres y sueños, pero, principalmente, de ganas de vivir, de dejar de lado la supervivencia. Millones de venezolanos estamos esparcidos por el mundo. Muchos padecen ataques xenófobos.
¿Cuánto más somos capaces de soportar? Solo queremos ayudar a nuestras familias y tener una vida sin miedo, sin escondernos. Con trabajo honrado y constancia, podemos lograr mucho. Sin quitar el lugar a nadie; solo queremos el nuestro en una tierra lejana, donde podamos ser como ustedes, libres.
En poco más de un mes, he conocido a gente maravillosa, dispuesta a tenderme la mano, a orientarme; y, de alguna manera, me han hecho sentir que soy bien recibida. Tal vez, un día llegue a sentirme en casa; quizás vuelva a tener el sentido de pertenencia que una vez tuve en mi país. Hoy, mi Venezuela, la que amo, ya no existe; ya solo quedan vestigios.