Dios aprieta, pero no ahoga. Lo saben muy bien en los conventos de clausura, atenazados por tanta necesidad material. Ellas se fían de la providencia porque nunca les ha fallado, y menos en esta época. Eso sí, desde fuera, no busquen lógicas con métodos más empíricos, porque no funcionan ni funcionarán.
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Ahora que se acerca el tiempo de la buena nueva, se advierte que esa providencia tampoco ha faltado a su cita y las buenas noticias rondan los claustros centenarios. Los obradores con los que han empeñado para muchos años la maltrecha economía conventual están a pleno rendimiento. La comunidad multiplica tareas e incluso las manos más ancianas colaboran para dar salida a los pedidos que les hacen los vecinos y comercios locales.
En la era de Amazon, este gesto de vecindad les asegura poder tirar un año más. El fantasma del banco de alimentos desaparecerá unos meses. Como las hormigas, este tiempo es el del aprovisionamiento y centenares de comunidades contemplativas viven una doble espera en el Adviento. Una, la que sustenta su espíritu. Otra, la que mantiene sus vidas.
Cada vez son menos los que reparan que dentro de esos imponentes caserones enclavados en los cascos históricos de nuestras ciudades, dentro de esos muros que rezuman historia, arte y deudas, hay una forma de vida que sigue latiendo a contracorriente. Quizás por eso, más auténtica, más purificada. Y que reivindica su utilidad.
Pero, aunque poco, necesitan comer, pagar las medicinas para las hermanas más mayores (la mayoría) y la luz. De la calefacción, mejor no hablamos. Y quieren trabajar. A poco que se repare en ellas, ofrecen lo que esta sociedad necesita si quiere poner freno a un consumismo ecocida: todo tipo de productos artesanos, ecológicos, de cercanía y con escaso impacto medioambiental. Una bendición, vamos.