Hace un mes, el papa Francisco visitaba Japón. Como buen “jesuita de corazón”, no quiso dejar pasar la oportunidad de pisar esta tierra tan importante para la Compañía. No lo hizo en un momento fácil, recién concluida la entronización del nuevo emperador y en plena vorágine preolímpica, aunque ya sabemos que esto de predicar el Evangelio es algo que hay que hacer a tiempo y a destiempo.
Una de las mayores dificultades de la Iglesia en Japón es el bajo número de cristianos nativos (0,3%); número que, lejos de crecer, disminuye agudizado por la crisis demográfica. Japón es uno de los países democráticos del mundo con menor número de cristianos. Los mismos sociólogos japoneses reconocen que, en estas condiciones, el cristianismo debería rondar el 2%.
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Hay factores endógenos que han hecho de Japón un país refractario al cristianismo. Este “país isla”, de orografía abrupta y frecuentes desastres naturales, ha ido configurando un pueblo socialmente gregario de psicología introvertida. Con tradiciones milenarias más antiguas que el cristianismo, Japón se siente orgulloso de su cultura, aunque, lejos de lo que se pueda pensar, es una cultura abierta y acogedora.
Ahora bien, a la hora de asumir lo foráneo, siempre lo hace pasándolo por el tamiz de sus necesidades prácticas, como hacen, por ejemplo, con la forma en que “domestican” la naturaleza. Tenemos el ejemplo de los bonsáis, árboles reducidos artificialmente para que quepan en casa o en el jardín. Es el mismo proceso por el que asumieron religiones como el budismo o ideologías como el socialismo, reduciéndolas hasta convertirlas en bonitos bonsáis que adornan su cultura sin cuestionarla.
El cristianismo no quiere terminar siendo un bonito bonsái, usado solo por la belleza de sus ritos, sin dejar que sus ramas y raíces se extiendan más allá de donde la cultura japonesa permita. Por eso, Japón y el cristianismo parecen incompatibles; conviven en paz, pero como el aceite y el agua.
Hay que descalzarse
En esta incompatibilidad existen también factores exógenos. En una cultura en la que hay que descalzarse para entrar en casa o pisar el tatami, el cristianismo no acaba de entender que no podrá entrar en Japón sin descalzarse de su cultura occidental. Un cristianismo que no entre descalzo en Japón nunca podrá tocar el corazón japonés. Podrá lograrlo en ciertas subculturas occidentalizadas, pero como un bonito bonsái, incapaz de dar fruto.
Con frecuencia, olvidamos que el cristianismo es un movimiento espiritual de origen asiático. Tal vez, Francisco ha querido no traerlo importado de Occidente, sino desvelarlo ya presente y activo dentro del propio Japón. Este renovado cristianismo es reconocible y compatible con la cultura japonesa: en el respeto por la naturaleza y la vida, en una ética personal y social donde prima el autosacrificio ante el egoísmo individualista, en un vivo sentido de la solidaridad colectiva o en la promoción de la paz.
Tal vez, Francisco quiso visitar esta tierra valorándola no solo como un desierto para la Iglesia, sino también como una fuente de valores católicos (universales) desde los que renovar la evangelización. La Iglesia en Japón ha de asumir este reto sin divisiones internas, con mucha más alegría y esperanza, y dispuesta no solo a enseñar, sino también a aprender.
Pascual Saorín Camacho es sacerdote misionero del IEME en Japón