En este tiempo en que el mundo cristiano se prepara para el nacimiento del Niño Dios, el papa Francisco ha publicado la Carta apostólica Admirabile signum, sobre el significado y el valor del Belén. En ella pide que no se debilite el hermoso signo del pesebre, pues hoy más que nunca hay que conservar esta tradición, sobre todo en aquellos lugares donde ha perdido su significado y sentido. Representar el nacimiento del Niño Dios en Belén es manifestar el don de la vida, que es siempre misterioso y nos cautiva con la ternura del Niño y el amor de María, su madre, y José, su padre adoptivo.
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La Carta hace hincapié en el don de la vida, representado en la persona del Niño Dios, pero también apela al papel de los pobres, pues están más cerca de Jesús por derecho, sin que nadie pueda echarlos. Según el Papa, cuando el “belén” cobra su verdadero significado, el corazón del pesebre comienza a palpitar y aquella imagen del Niño se presenta así: “Dios viene en la presencia, en la fragilidad y en la ternura de este Niño donde todo lo crea y transforma”. Por eso, el “belén” forma parte del dulce y exigente proceso de la transmisión de la fe, comenzando desde la infancia y luego educándonos en cada etapa de la vida para creer que Dios está con nosotros.
El “belén” debiera ser algo más que el nombre de una ciudad o de un hecho histórico que viene a recuperar su verdadero valor y sentido. Según los entendidos en Biblia, Belén es un nombre propio derivado de Betania, femenino, de origen hebreo, que significa “Casa del pan”. Hoy la ciudad cuenta con unos diez mil habitantes, casi exclusivamente cristianos, y está situada a ocho kilómetros al sur de Jerusalén. Sus principales actividades económicas son la agricultura y la venta de artículos religiosos; la ciudad es también el mercado de los campesinos y beduinos de las cercanías. Belén recibió un impulso sin paliativos cuando, en 2012, la iglesia de la Natividad ─considerada la más antigua de Tierra Santa─, y su casco histórico se convirtieron en el primer lugar de Palestina declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco.
En Belén, la Navidad se celebra en tres ocasiones, de acuerdo con los distintos ritos: ortodoxo, latino y armenio, cada uno de los cuales sigue su propio calendario. Los días grandes a los que se suma toda la comunidad cristiana y autoridades de la región son el 24 y el 25 de diciembre. De esta forma, en Belén se celebra la Navidad católica el 25 de diciembre; la ortodoxa, el 7 enero; y la armenia, el 18 de enero. En síntesis, Belén celebra tres navidades, por lo que no se habla del día de Navidad, sino de la temporada de Navidad.
Preparar el belén
Y es en este tiempo de espera de la Navidad que el Papa, en su Carta, nos dice: “Quisiera alentar la hermosa tradición de nuestras familias que en los días previos a la Navidad preparan el belén, como también la costumbre de ponerlo en los lugares de trabajo, en las escuelas, en los hospitales, en las cárceles, en las plazas…”. Preparar el “belén” como lo señala Francisco implica un gran esfuerzo, sobre todo para aquellos que, creyendo en este acontecimiento, tal vez pasan por el crisol de alguna enfermedad, la pérdida de un ser querido, el fracaso de un proyecto, la falta de trabajo o de alguna separación familiar, etcétera. Demostrar amor a Dios cuando todo va bien no cuesta nada, pero cuando las cosas van mal, lisa y llanamente es más difícil alentar al propio espíritu.
A pesar de estas situaciones, ¿por qué el “belén” suscita tanto asombro y nos conmueve? Al igual como señala la Carta, la ternura del Niño Dios transforma nuestra sensibilidad y nos recuerda que tenemos un corazón que siente, que ama, pero también sufre. Dios, como Creador del universo, se abaja a nuestra pequeñez. “El don de la vida, siempre misterioso para nosotros, nos cautiva aún más viendo que aquel que nació de María es la fuente y protección de cada vida. En Jesús, el Padre nos ha dado un hermano que viene a buscarnos cuando estamos desorientados y perdemos el rumbo…”. Quienes creemos en él quisiéramos contemplarlo como en un gran abrazo, pero, desde un tiempo hasta ahora, no hemos sabido cómo “contemplarlo”. Al mirarlo envuelto en pañales y en un pesebre, somos testigos de la fragilidad de su pequeñez y, al mismo tiempo, de su ternura que puede enternecer hasta el corazón más duro.
Es cierto que las desilusiones, las frustraciones y las contrariedades de la vida nos llevan a pensar que remamos en un bote cuyo lema es “Sálvese quien pueda”. Da la impresión de que la Navidad pierde, cada vez más, su sentido y valor, sobre todo para aquellos que transitan por el camino de la mentira, del hacer las cosas con el mínimo esfuerzo, del individualismo que no comparte o del consumismo que todo lo ve en términos del mercado o dinero. Para muchos el pesebre no dice ni inspira nada. Sin embargo, la Carta hace hincapié en la necesidad de “revivir” el niño interior que todos tenemos, de manera que apreciemos aquellas palabras tan hermosas del evangelio: «Vayamos, pues, a Belén, y veamos lo que ha sucedido y que el Señor nos ha comunicado» (Lc 2, 15), que es así como dicen los pastores después del anuncio hecho por los ángeles. Es una enseñanza muy bella que se muestra en la sencillez de la descripción. A diferencia de tanta gente que pretende hacer otras mil cosas, los pastores se convierten en los primeros testigos de lo esencial, es decir, de la salvación que se les ofrece. Curiosamente, son los más humildes y los más pobres quienes saben acoger el acontecimiento de la encarnación.
Ciertamente, las vicisitudes de la vida permanecerán, pero, al menos al contemplar el pesebre, démonos la posibilidad de esbozar una sonrisa, seamos los primeros testigos de lo esencial y que el Niño Dios se convierta en el regalo más preciado de esta Navidad.