Cuando llegue el día del balance de este pontificado, el manotazo que Bergoglio le propinó el último día de 2019 a una feligresa de rasgos asiáticos ocupará un lugar destacado. Lo hizo ya en las noticias y fue engordando con toda suerte de variedades en las redes sociales, unas más logradas que otras, y la parodia en Twitter de Salvini no está entre las más elaboradas.
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Lo de menos es la razón que llevó a esa mujer a agarrar al Papa. ¿Papolatría? ¿Una oveja crítica? ¿El último deseo de una moribunda? Lo de menos es la petición de perdón al día siguiente de Francisco. La sentencia es firme: debe renunciar, pide ese colectivo abonado al apocalipsis.
Un colectivo, por otra parte, especialmente sensible a los otros manotazos que lleva recibiendo del Pontífice desde que se asomó al balcón de la basílica vaticana. Manotazos desde el primer día a las rigideces curiales, a la pompa y el boato, a quienes no entienden que el amor en pareja no siempre es puro ni sabe de condición; manotazos a quienes ampararon los abusos sexuales en la Iglesia y a quienes ocultaron sus ambiciones económicas bajo las alfombras vaticanas; manotazos a esos líderes políticos que levantaron muros contra los migrantes, a los que contaminan impunemente y contra los abanderados de un sistema económico que mata y descarta.
Manotazos también contra los que cosifican a la mujer –también en la Iglesia–, desprecian a los ancianos o los que deciden que hay vidas de primera o segunda clase. Manotazos para cardenales con los niveles evangélicos descompensados, para presuntos beatos que chirriarían en los altares y para quienes pensaban que se podían seguir pagando capillitas particulares en forma de asociación o movimientos cuando sus dirigentes no eran más que una banda de cuatreros.
Manotazos, en fin, al secreto pontificio cómplice, a no recibir a las víctimas… En otro balance menos apresurado seguro que también tendrán cabida estos otros manotazos.