Escribir ‘Lo que no se da se pierde’ (Plataforma), un retrato –¿cómo condensar toda una existencia en unas páginas?– de la vida de Isa Solá, ha sido una experiencia que ha traspasado el ámbito profesional para colarse en el personal. Los dos años posteriores a su muerte los dediqué a hablar con muchas personas que la conocieron a lo largo de sus 51 años de vida. Unos me llevaron a otros y fue emocionante presenciar cómo las conexiones iban sucediéndose. La cronología de los hechos, los escritos y los testimonios de todos ellos iban configurando un itinerario, un mapa vital, que sobrevolaba continentes.
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Isa inició su andadura en Barcelona, su ciudad natal. Se formó en Madrid y Valencia. Se estrenó como misionera en Guinea Ecuatorial y allí se hizo adulta. Posteriormente, vivió y echó raíces en Haití, donde fue asesinada. En todos esos lugares hay personas que se impregnaron de Isa y que sienten que su vida fue tocada por alguien especial. Fui desempolvado los años en los que coincidimos en el colegio de Jesús-María, y que estaban en la bruma de un trastero atestado de cajas.
Redescubrir lo que compartimos en nuestra adolescencia, vernos en fotografías de la época y volver a pasar por la memoria escritos y canciones, ha sido una experiencia honda y enriquecedora. Siento que tuve el privilegio de tenerla cerca y que nunca es tarde para reconectar. Conocía su vida adulta solo de oídas y, a pesar de que en su día supe que sobrevivió al devastador terremoto de 2010 y leí algunos de sus escritos, no ha sido hasta ahora cuando he captado su potencia.
Duele ver con sus ojos
No nos alcanza la empatía para ponernos en la piel de lo que fue aquel fatídico 12 de enero en que la tierra rugió en Puerto Príncipe y lo arrasó todo. Estremece imaginar cada instante de aquella jornada que conocemos gracias a las cartas que Isa escribió entonces. Duele ver con sus ojos y asistir con sus manos. Sufre el corazón, encogido, ante tamaña catástrofe. Y admira sobremanera el coraje y la fuerza de una mujer de aspecto angelical que se levantó y, sin entender, se puso con ímpetu a ayudar a los heridos y mutilados.
Isa se convirtió después del terremoto en una mujer sabia y firme, una mujer roca, que, según sus palabras, encontró a Dios en los escombros –me parece una afirmación tan impactante como evocadora–. Hilvanar su recorrido vital me ha acercado a ella y a los suyos, a su familia y a sus amigos y, aunque sea de soslayo, me hace sentir orgullosa de estar en su órbita. Volver a conocer a Isa Solá me ha agitado por dentro. Su lema de vida resumido en el título del libro, lo que no se da se pierde, me empuja a una existencia más consciente. No puedo más que estarle profundamente agradecida.