Sucedió en el Congreso de los Diputados, en el debate de investidura. La representante de la CUP, no sabiendo cómo seguir denigrando al “régimen del 78”, intentó el argumento definitivo para echar por tierra la Transición y citó a la Iglesia como una de sus grandes valedoras. En su imaginario binario antisistema era como decir pederastia y cura, hostia y represión, cofrade y charnego.
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En lo que dure la legislatura, quizás la vicepresidenta Teresa Ribera pueda contarle que su compromiso con la creación vino de la mano del testimonio de sus padres, militantes católicos que arrimaron su fe a la causa de la justicia social y la democracia en un país entonces también binario, de buenos y malos y en blanco y negro.
Sucedió en el Congreso en esa misma investidura tan desabrida: el orador agradecía la presencia de una diputada enferma de cáncer. Resaltaba el responsable esfuerzo de la enferma, que acogió emocionada el gesto. El hemiciclo se fue poniendo en pie, hasta que llegó a los confines de la extrema derecha, donde se encontró un muro (muy propio) de indiferencia, reservando la empatía para cuando se tramite la anunciada ley de eutanasia. Como este no es su Papa, impensable pensar en sus llamadas a la compasión (una virtud bajo sospecha hoy, según el filósofo Aurelio Arteta) o en su reciente afirmación de que “quien dice que ama a Dios y no ama a su hermano, es un mentiroso”.
Sucedió en Añastro, en la presentación del polémico itinerario para novios. Había buena voluntad, eso sí, que es como decir que Dios te pille confesado. Me imagino a los extremistas de todo color volviendo a llenar sus depósitos de argumentos binarios. Caspa y ñoñez. Y al resto del arco parlamentario, sentenciando como la Sexta: “Cosas de la Conferencia Episcopal”. Ocasión perdida. Ridículo y vergüenza.