En 2017, me fui a Zamora, al Congreso de Antropología e Historias regionales organizado por el Colegio de Michoacán denominado ‘Soberanías en vilo’. Recuerdo que entre uno de los debates más interesantes se hablaba de la idea de ‘Estado clan’ para referirse al estado fallido, corrompido, coludido, carcomido por los intereses privados y del crimen organizado. Allí se reflexionó desde una perspectiva académica con interesantes trabajos de cambio y etnográficos sobre cómo en América Latina ese modelo de Estado ha tomado auge. Debería de ser que ese Estado soberano no solamente resguarde la paz en sus fronteras, sino sea el responsable de proveer los bienes comunes: seguridad, acceso a la educación, a la salud y a un medioambiente sano. Lo hemos ido viendo progresivamente, los países del Triángulo del norte y en México muchas “vidas están en vilo”, así precisamente se llama el libro publicado por la Casa del Migrante de Tijuana AC (http://www.migrante.com.mx/tijuana.html), lo obtuve en 2017 y me permito citar algunos de los miles de testimonios de los cuales esta Casa ha sido testigo y depositaria:
“Me deportaron al tratar de cruzar. Tenía 15 años viviendo en Estados Unidos, pero tuvimos un problema con el gobierno municipal en Guerrero. Sucede que las autoridades querían quitarnos unos terrenos que habíamos comprado con el pretexto de que estaban abandonados. Como no los queríamos perder, porque habíamos invertido nuestros ahorros para comprarlos, decidimos en familia que yo fuera arreglar ese asunto. Duré ocho meses haciendo los trámites, ya que hay una corrupción tremenda desde las instituciones, pero finalmente quedó todo arreglado. Cuando quise regresar a Estados Unidos, me agarraron en el cruce y me deportaron. Mi papá está enfermo quedó paralizado de la mitad del cuerpo, mi esposa que trabaja como cocinera es la que está cargando con todos los gastos desde que me vine a México”.
“En el 2002 salí de El Salvador a Guatemala en un autobús, era la primera vez. Crucé la frontera de Tapachula e Hidalgo, no pagué para que me cruzaran, me crucé caminando porque el río estaba ‘pachito’. De Hidalgo me fui en el tren de carga hasta Arriaga, pues no traía dinero para pagar el autobús. Al bajarnos del tren nos estaban esperando policías federales y agentes de migración, nos corretearon como por media hora, querían detenernos para deportarnos. Me detuvieron mientras me estaba bañando en el río, me devolvieron hacia la frontera entre Guatemala y El Salvador, pero me les regresé en el mismo camión de la migración. Me fui a Tapachula y luego a Arriaga, ahí me subí al tren que iba a Ixtepec. Los soldados nos disparaban balines que que bajáramos del tren, pero no lograron bajarnos, finalmente llegamos a nuestro destino a Medias Aguas, nos escondimos en un río. En eso estábamos cuando llegaron unos encapuchados que nos quitaron las pocas pertenencias que llevábamos y nos golpearon. Golpeaban con más coraje a la gente que no llevaba nada”.
En mis recorridos por algunos estados de la República Mexicana y por el Triángulo Norte, he caído en la cuenta que el camino que cualquier persona quiera emprender para migrar voluntaria o forzosamente está plagado de cientos de barreras visibles e invisibles que representan una amenaza para su dignidad, particularmente para su integridad física. Las historias no tienen mucho de diferente entre Guerrero y El Salvador, al contrario se trata de una misma lucha por la sobrevivencia. La carta encíclica ‘Pacem in terris’ afirmaba que todo hombre “tiene un derecho a la existencia, a la integridad corporal, a los medios necesarios para un decoroso nivel de vida, cuáles son, principalmente, el alimento, el vestido, la vivienda, el descanso, la asistencia médica y, finalmente, los servicios sociales indispensables” (n. 11). Es comprensible que si una persona, hombre o mujer, no goza de una vida digna en su país, tiene el derecho, de irse a otro lugar, ya que cada persona humana tiene inherente una dignidad que no debería estar amenazada. Es claro que hay procedimientos administrativos que cumplir, pero en ninguna circunstancia la ausencia o falta de estos debería poner en riesgo la vida misma de la persona.
El llamamiento que la Iglesia hace es constantemente a la solidaridad y a la caridad con quienes buscan refugio y mejores posibilidades de vida. Si el Estado falla, las vidas en vilo de miles de personas que viven la separación de sus familias, la repatriación, la violencia por causa de la migración, siempre deberían encontrar esperanza.