Como decía Edmund Burke, “para que triunfe el Mal, solo es necesario que los buenos no hagan nada”. Miro a la Iglesia, miro a la Vida Religiosa, a mi propia congregación y a otras que, por suerte, conozco. Escucho vivencias de mujeres y hombres que pertenecen a diversas familias carismáticas y a distintos continentes. La interculturalidad en que nos movemos facilita mucho esta riqueza. Y veo mucha gente buena. De verdad. Mujeres y hombres buenos, entregados. Con una vida más o menos ordenada, sencilla:
- Sin grandes lujos, aunque vivan en grandes caserones y muchos, desde fuera, confundan la falta de pobreza con la dificultad para sostener la historia en sus edificios.
- Han aprendido a bajar la cabeza y “negarse a sí mismos” en el mejor sentido de la palabra, poniendo en segundo lugar su querer, su sentimiento, su interés. Y dejando que sean otros u otras quienes decidan cuestiones menores de la vida que en cualquier familia quedan al arbitrio de cada uno: cómo poner la mesa, qué tener en la habitación, cómo descansar una mañana o tarde libre, qué decoración tiene mi propia casa, qué cenamos hoy o cómo conviene más cocinar la verdura.
- Suelen relacionarse con mesura, sin grandes violencias ni pretensiones (los buenos, digo). Sonríen y dan los buenos días, no hablan en exceso, no se exaltan con facilidad… Mujeres y hombres buenos, entregados e incluso, abnegados.
Y, junto a ellos, contemplo un sinfín de disparates, de desajustes estructurales, de hábitos y costumbres anacrónicos, de mundos paralelos una vez que se cierra la puerta de casa. Muchos de ellos se revisten de modernidad porque han cambiado la ropa o los cuadros de las salas, pero no ha cambiado (conversión) la mirada sobre el mundo y las personas.
Tristeza y sufrimiento
Veo, con enorme tristeza, decisiones económicas que ninguna familia ni empresa podrían soportar porque ya estarían en la quiebra: gastar más de lo que se gana, fiarlo todo a la Providencia o al remanente histórico, no tener un único plan conjunto para todas las “sedes” (comunidades o posiciones en lenguaje religioso) repartido por todo el mundo, porque “respetamos la interculturalidad y fomentamos la autonomía de cada lugar”.
Soy testigo de mucho sufrimiento: gente joven (también buena, también entregada, también abnegada) que no encaja en los esquemas de consagración porque no quiere llevar el mismo horario que quienes le cuatriplican la edad; que tiene más formación y experiencia en algunos temas que sus propios formadores y son vividos como una amenaza; que no están dispuestos a confundir la humillación con la sencillez o el abuso de poder con la obediencia evangélica; que quieren compartir la vida y la fe pero no dar cuenta de cada minuto del día y cada decisión que toman, aunque se equivoquen.
Y consagrados y consagradas menos jóvenes (en los 40, 50, 60…) que se asfixian en nuestras estructuras y que para seguir entregando la vida a Dios y a los demás, tienen que dejar las congregaciones o al menos la vida comunitaria. Esas generaciones que ya se han acostumbrado al estilo de vida impuesto pero siguen luchando para vivir por dentro de otra manera y buscan maneras alternativas de ser religioso o religiosa hoy, sin dejar de respirar.
En definitiva, ¡cuánta gente buena en nuestra Vida Religiosa y cuánto Mal campando a sus anchas por ella! Cuantas buenas personas orando por otros hermanos o hermanas que dan su opinión y son rechazados, por quienes quedan fuera por envidias o celos, por quienes son difamados por ser críticos en su propia familia y no entrar en juegos de poder y adulación… ¡Cuánta buena gente permitiendo que el Mal siga adelante en nombre de una falsa prudencia y un enorme temor al conflicto!
No no sé si soy de las buenas o de los ahogadas. Supongo que un poco de cada. Pero sí tengo claro que cada vez somos más mujeres y hombres consagrados los que sentimos que algo hay que hacer, que algunos así no podemos ni queremos seguir viviendo y que callar deja de ser virtud cuando se convierte en dejadez de funciones, en cobardía o en falsa paz. ¿Y si en lugar de ayunar y abstenernos de carne, nos abstenemos y ayunamos de Mal?
Si la consolación de Dios es todo aumento de fe, esperanza y caridad, la mengua de ellas, ¿será signo de la ausencia de Dios o de que el Mal nos está ganando terreno “sub Angelo lucis”? Ya lo decía el poeta: “La cobardía es asunto de los hombres, no de los amantes. Los amores cobardes no llegan a amores ni a historias, se quedan allí”. Dios nos libre.