La protagonista de esta historia entra en escena prácticamente a la mitad del relato. Judit, como indica el significado de su nombre (“la judía”), es la personificación del pueblo de Israel. Es un ejemplo más de cómo en la Biblia el pueblo es simbolizado en una mujer.
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Pero Judit no es una mujer cualquiera; es presentada como rica –es decir, bendecida por Dios–, muy hermosa y atractiva, temerosa de Dios, sabia, inteligente, de buen juicio y piadosa, es decir, todo un espejo para Israel.
Pero también es viuda, quizá para que se vea con toda nitidez que está necesitada –la viuda es en la Biblia uno de los paradigmas de la pobreza en Israel– y que solo el Señor puede protegerla, como expresa la propia Judit en una preciosa oración: “Eres el Dios de los humildes, el valedor de los pobres, el defensor de los débiles, el protector de los deprimidos, el salvador de los desesperados” (Jdt 9,11).
La trama de la historia de Judit es suficientemente conocida. Tras la presentación del poder de Babilonia, que se va extendiendo desde Oriente a Occidente, el relato se centra es una pequeña ciudad que se interpone a ese avance. La ciudad se llama Betulia, una ciudad ficticia –como el Macondo de ‘Cien años de soledad’– que recuerda el término hebreo betulah, “virgen”.
En términos narrativos, una mujer joven y viuda –una realidad semánticamente equivalente a la virginidad– va a hacer frente a un poderoso imperio representado en el general victorioso de su ejército, Holofernes.
Pues bien, la historia de Judit va a ser la de la utilización de la seducción para vencer al enemigo, máxime cuando ese enemigo se presenta como todopoderoso. Lo dice expresamente Judit en la oración que antes mencionábamos: “Por la seducción de mi lengua hiere al siervo con su jefe, al jefe junto con su siervo. Quebranta su arrogancia a manos de una viuda […] haz que mis palabras seductoras hieran de muerte a los que traman crueles designios contra tu alianza, tu santa casa [= el Templo de Jerusalén] y el monte Sion, contra la casa de tus hijos” (Jdt 9,10.13).
Judit y su criada llegarán al campamento asirio con la intención de engañar a los enemigos, haciéndoles creer que les van a informar de una entrada segura a la ciudad sitiada. Naturalmente, la belleza de la mujer y su prudencia encandilarán a todos, empezando por el propio general Holofernes, que querrá hacerla suya: “Sería una vergüenza –le dice el general a su criado Bagoas– que la dejáramos marchar sin gozar de sus favores. Si no consigo poseerla, se reirá de mí” (Jdt 12,12). De esta manera, el general se sitúa en el esquema del honor y la vergüenza.
En una de las escenas más representadas en el arte, Judit corta la cabeza de un Holofernes borracho con su propia espada (como en el caso de David y Goliat). A partir de aquí, la situación cambia radicalmente: los israelitas sitiados se crecen y logran poner en fuga a unos enemigos que, aterrados, descubren que su general ha muerto y cuya cabeza pende de las murallas de Betulia. Así se salvará no solo la ciudad sitiada, sino Jerusalén y su Templo.
Una vez más, la debilidad, asociada a la mujer –así como otras virtudes, como la belleza–, es presentada en contraste con la fuerza bruta –actitud ligada a lo masculino– como el recurso del que Dios se vale para llevar la historia adelante.
*Artículo original aparecido en la revista Religión y Escuela