Sacerdote y periodista. Periodista y sacerdote. Alteren como quieran. Pero no desliguen lo uno de lo otro. Ni achiquen las categorías. Al menos si buscan citar en estos días a Joaquín Luis Ortega. En su adiós a los 86 años. Se acumulan méritos en su currículum burgalés que habla más de servicio que de cargos. Más de entrega que de poder. Director audaz de la Biblioteca de Autores Cristianos. Director sin complejos de Ecclesia. También director plural de Radio Popular. Y portavoz sin eufemismos de la Conferencia Episcopal, amén de vicesecretario de los obispos para el área informativa.
Todo, a pie de calle. O mejor. “Al hilo de los días”. Sin desligar la labor de oficina de la realidad social y eclesial. Sin desconectar con un mundo en el que se movía como uno más. Haciendo del diálogo con el otro, un signo del comunicador evangelizador que no impone ni se impone. Pero tampoco se esconde: “Yo diría, echando mano de una sentencia de Tomás de Aquino, que la comunicación es como la predicación, es decir, brindar a los demás lo que uno ha molido ya y saboreado en su molino interior”.
Autoridad ganada
Comunicador. Y redactor de Vida Nueva. A gala. Uno más en esta casa. Y mucho más. Cuando se destituyó a Pedro Miguel Lamet como director de esta revista, a Joaquín Luis Ortega le pilló como altavoz de los obispos. Decisión que caía de la mano de Tagliaferri. Pero era a él a quien le tocaba dar la cara. Y el sacerdote-periodista o periodista-sacerdote salió como solo puede salir quien se sabe Iglesia. Como portavoz, apuntó que no tenía nada que decir. “A título personal, puedo decir que éste no es el día más feliz de mi vida”.
Comunicación humanizada y humanizadora. La del hombre que sabía ponerse ante el micrófono o ante el papel sin traicionar ni traicionarse. Como sucedería más adelante, cuando la deriva discursiva de Cope le llevó a reclamar “fidelidad integral a su identidad eclesial”. No pedía nada que no exigiera para sí. Ser fiel sin perder la autonomía. Fidelidad creativa que se le pide a todo evangelizar incapaz de callar al sentirse enviado a anunciar una Buena Noticia que, casi siempre, incomoda, Testimonio coherente que le encumbró a ser maestro sin que se presentara como tal. Autoridad ganada a golpe de crónica y palabra dada. Pero maestro, al fin y al cabo, desde su molino interior.