Si en Madrid tenemos problemas serios con la atención hospitalaria ante el coronavirus, ¿qué sucederá en Lesbos, con un único hospital ocupado ya casi en su totalidad por migrantes? Sratis Kleanzis, de la Federación Panhelénica de Empleados de los Hospitales Públicos, ya lo ha advertido: “Es muy probable que pronto nos enfrentemos a un problema muy serio. No nos podemos permitir cerrar el hospital, ni siquiera una parte”.
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¿Y si el virus se desarrollara en Morla? Es el mayor campo de refugiados de Europa donde se hacinan miles de personas que no pueden conseguir asilo ni volver a su país y que es la imagen paradigmática y expresión sintetizada de la inacción de los responsables políticos griegos y de los europeos. No podrían a los enfermos del coronavirus por ejemplo, separarlos de otros enfermos – algunos enfermos de aburrimiento o de frío– o apenas podrían cumplir la norma fundamental de lavarse las manos, dada la poca agua que pueden usar. Y eso que es el requisito mínimo.
Estos son hechos. Pero la imaginación es libre. Por ejemplo: ¿Qué pasaría si Europa se tuviera que desplazar a causa de la epidemia a un continente libre de la misma (por ahora), por ejemplo África? Europa refugiándose y huyendo. Lo ha descrito de manera brillante el director de cine y periodista David Trueba recientemente en una columna ejemplar –titulada ‘La distopía nuestra de cada día’– en El País.
El mar del Estrecho y sus costas con “pasajeros” distintos hacia África. Europeos (griegos, turcos, españoles…) tratando de cruzar el mar por el Estrecho. No son necesario policías. “Es el virus quien los persigue. Pero al llegar a la costa africana, las mismas vallas que ellos levantaron, los mismos controles violentos y las fronteras más inexpugnables invertirían el poder de freno. Las fuerzas del orden norteafricanas dispararían contra los occidentales sin piedad, les gritarían: ‘Vete a tu casa, déjanos en paz, no queremos tu enfermedad, tu miseria, tu necesidad’”.
Los migrantes, chivo expiatorio
Pero los migrantes y refugiados todavía están lejos. Cuanto más lejos mejor. Y además son un argumento fácil para que el populismo actual los intente promover como chivo expiatorio ante la crisis del coronavirus. No es nuevo este intento.
La crisis sanitaria europea no tiene relación directa con los migrantes y, sin embargo, se utiliza este nexo de manera torticera. Políticos incendiarios en Italia por ejemplo señalan que la irrupción del virus es culpa de “la entrada de inmigrantes de África”, cuando en ese continente se han detectado solo tres casos: Egipto, Algeria y Nigeria. En Austria, con la llegada del virus al país, el FPÖ (antes encabezados por un neonazi) ha pedido poner en cuarentena a todos los inmigrantes indocumentados y solicitantes de asilo.
Y, desde aquí, recordamos la doctrina social de la Iglesia. En los casos de salud y en todos los demás, el deber de cooperación internacional es “clarividente” (CV 42) que precisa una “moral de renovada solidaridad”. Trabajando siempre por el bien común donde el control de flujos migratorios y sus límites –por lo que afecta a este blog– que compete a las autoridades no es un deber absoluto. Es verdad que puede ser limitado por el del país de acogida, pero pensando en el bien común de la entera familia humana: su finalidad no es preservar un bienestar elitista de la sociedad de acogida al modo del rico Epulón frente al pobre Lázaro ni legitimar el abismo entre el “imperialismo del dinero” (QA 109), visibilizando que el “lujo pulula junto a la miseria” (GS 9b, 63), por lo que un día los “pueblos del Sur juzgaran a los del Norte” (Juan Pablo II, homilía en el aeropuerto de Namao –Canadá–).
Es el prójimo vulnerable quien manda. Y yo obedezco. Lo que me decía Ciriaco Benavente –obispo emérito de Albacete– cuando en su momento dirigía la Comisión Episcopal de Migraciones: “Solo poniéndonos en la piel del otro podremos entender de qué situaciones de hambre, violencia, guerra o desesperación se intenta escapar; qué esperanzas mueven a dejar la propia tierra, la familia…, a arriesgar la vida en los desiertos, en las alambradas o en el mar”.
Y lo comentábamos poniendo como ejemplo otro contagio que nos afectaba entonces, el del ébola (a mil leguas de distancia de lo que el coronavirus está representando). Durante semanas fue tema de todos los medios de comunicación. Y es que el contagio había afectado a alguien de nuestro país. Una vez que la persona se curó, no se volvió a hablar. Pareciera que se había acabado con el virus. Pero la realidad es que en algunos países de África siguen muriendo del contagio, de hambre, de violencia… miles de personas. Esas son nuestras varas de medir. Se podría aducir muchos ejemplos parecidos. Vivimos en una sociedad narcisista, que necesita despertar y mirar más allá de la propia piel o de la propia sombra.