La definición de la RAE sobre tentación, en su versión religiosa, es paupérrima: “Solicitación al pecado inducida por el demonio”. Algo que ni las personas religiosas entendemos. Cuando yo pregunto en clase hoy, a los más jóvenes, qué es tentación, lo primero es ‘La Isla’. Todo un reflejo de nuestra cultura y la capacidad de los medios para educar.
Les sigo preguntando y responden: incitación, deseo, prueba. Vamos entrando poco a poco. Se olvidan de lo que reciben, se van “conectando” a lo que viven. Con ejemplos se ve más claro: “Sé que tengo que estudiar por las tardes, pero tengo ganas de no hacerlo y se me ocurren muchas ideas”; “Algo que me distrae, despista, al final no me da la vida para llegar a lo que quiero y el día se hace corto”; “La tentación es lo que me estorba”.
La palabra “tentación” sigue siendo algo potente, incluso alejada de lo religioso. Se hace sinónima de distracción, de alejamiento, de distancia. Conecta con la falta de voluntad y de un sujeto fuerte capaz de querer y realizar lo que quiere, de consistencia. Se empareja con el reclamo externo y el olvido de sí mismo, con la penetración de ideas que enturbian y oscurecen. “Tentación” sigue siendo, sin religión insisto, algo vivible y experimentable.
El relato de las tentaciones de Jesús en los Evangelios tiene mucho que ver con todo esto. Tentación es prueba, como pregunta radical. Y no estamos preparados habitualmente para ciertos cuestionamientos. Si alguien, en mitad de mi día me pregunta por ciertas cosas, da igual qué responda, porque mi vida sigue adelante. Sin embargo, si me preguntan algo radical, todo se detiene, todo mi “mundo” se ve alterado. Hay preguntas de distinto calado. Y las tentaciones suelen ir a lo esencial, a la pregunta por quién eres. Sin más, directas al corazón, a la vida, a lo que harás o no harás. Y de ellas depende la libertad o la esclavitud. Porque la respuesta nunca será teórica y de ideas y debates, sino práctica. Responderla implicará decir quién soy.
El ”lugar” es simbólicamente paradójico. El desierto, que se caracteriza por el silencio y la soledad, por la exigencia vital, aparece con una presencia que rompe todo con su palabra tentadora. Su incitación no es un examen de la propia vida, su motivación es sacar y alejar de la propia esencia, confundir y distraer.
El texto de las tentaciones, literalmente, empieza así: “Si eres Hijo de Dios…”. Y van a la yugular, a cortocircuitar la existencia, a hacer ceder al individuo en su inicio, en el comienzo de todo lo demás. (No olvidar esto, las tentaciones del inicio nada tienen que ver con las tentaciones en otros momentos. Lo emparentaría con la parábola de los campos y las semillas, como paralelo; en la parábola de las semillas hay una agresión sobre la semilla, a la que se le impide ser quién es, desarrollarse y crecer: preocupaciones, miedos, durezas…)
Lucas y Mateo desarrollan “las tentaciones” en tres esenciales. En tres pruebas, en tres diálogos. Una sobre el pan, otra sobre el poder, otra sobre la gloria. Invierten las dos últimas en sus relatos. Sin embargo, la primera es la primera: el pan, el alimento, el sustento de la vida, lo más corpóreo, lo más inmediato. A lo que toda persona está unida. Eso no cambia. Marx escribirá años más tarde sobre la infraestructura de lo real, pero y estaba dicho y escrito, aunque lo rechazará explícitamente lo dice implícitamente. Aquí está la tentación inmutable, en lo que sustenta todo. Conexión entre Vida y vida, lo más inmediato. Donde ceden, quizá movidas por el miedo más que por su realidad, quienes luego tomarán otras decisiones.
Responsabilidad absoluta
Pienso esta tentación, personalmente, no respecto de mí y lo mío, sino respecto a todo lo demás y todos los demás. En el fondo, tengo una responsabilidad absoluta en que la respuesta a esta primera tentación no sea el egoísmo que hace volcarse a cada cual, sobre sí, sino la comunión. La Iglesia siempre lo ha tenido presente, aunque los cristianos no lo hayamos realizado del todo. Demasiada hondura de la vida, demasiada relación, que diría Aristóteles en un mundo global. Mi felicidad y bien depende del otro, no de mí mismo, como se hace circular. El amor, sin el cual ninguna persona habrá vivido como persona, es su máxima revelación.
Sigamos con las tentaciones. Las dos finales tienen que ver con el poder/riqueza y la gloria/éxito. Ambas conectan con lo más humano. La voluntad y el reconocimiento están en juego. El diálogo con uno mismo y con los demás. Y la tentación se presenta como un abandono de una situación intermedia. Ser “Hijo de Dios” sería tomar posesión de todo y aspirar al aplauso incondicional, privar a otros de lo suyo y su espacio, y extirpar la posibilidad de una respuesta negativa restando libertad.
Dicho en breve: la tentación del poder es vivirse para sí y no para el otro, y la tentación de la gloria es la de no compartir destino con los demás. Ambas cuestionan radicalmente al Hijo de Dios sobre su presencia en el mundo: ¿Qué haces aquí, qué tengo yo que ver contigo? Lo que interrogan, dentro del Evangelio es la tentación del creyente: ¿Es Jesús verdaderamente hombre, verdaderamente Dios?
¿Reconciliación y compromiso, fe o desesperación?
Lucas termina con un apunte traidor, que ni Marcos ni Mateo reflejan, pero muestra la construcción y pensamiento que hay detrás de cada texto. A Lucas le queda todavía una tentación, la máxima tentación por cumplir: enfrentarse al empuje de los más cercanos hacia el mal; a la entrega, con un beso inesperado y como señal, de que a este es a quien hay que matar. La tentación última, que quizá sea la desesperación absoluta e insoportable, es ser vendido por los más cercanos. Lo que vivió José, el pequeño, y vuelve a vivir Jesús, en la plenitud de sus tiempos.
Ante la tentación, qué cabe: ¿soportar y seguir adelante, reconciliación y compromiso, fe o desesperación?
La tentación es la pregunta por quién soy, de qué y Quién vivo, en qué me sustento. Es decir, dónde y cómo estoy ante los demás, ante mí mismo, ante la Vida.