Nos movemos entre la incertidumbre y el miedo; nos preocupamos por los contagiados y lloramos de lejos a los muertos; aplaudimos a quienes están en primera línea –a todos– y, automáticamente, nuestros pensamientos se dirigen hacia qué va a pasar después; no nos gusta admitirlo pero estamos en guerra; economía de guerra –empresas que han dejado su producción habitual para fabricar mascarillas y batas para personal médico y respiradores en impresoras 3D–; sanidad de guerra –se montan hospitales donde se puede–; y acompañamiento espiritual de guerra –normas excepcionales en momentos críticos–.
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En estas circunstancias muchos han puesto en marcha la creatividad que nace de la atención a lo que pasa, no tanto de rascarse la cabeza pensando qué podemos hacer, para hacer más llevadera esta situación. Sacerdotes y laicos a título personal, y grupos de sacerdotes y laicos se las han ingeniado para retransmitir eucaristías y otras celebraciones litúrgicas a través de las redes sociales porque, muy responsablemente, no quieren que nadie salga de casa. Son iniciativas en algunos casos muy “caseras”, con los medios de que disponen, pero tremendamente válidas porque responden a iniciativas en una situación totalmente desconocida para todos.
Estas retransmisiones, además de su valor en sí mismas, tienen un gran valor catequético porque, a través de ellas, muchas personas han descubierto el significado de la comunidad y de la comunión, además de permitirles acercarse y satisfacer esa necesidad espiritual que se despierta en todos ante circunstancias que nos superan y hacen temblar nuestro espíritu. Con sus acertadas decisiones, estos sacerdotes y laicos son personas comprometidas en la lucha contra los efectos sociales del COVID-19. Lo va a tener complicado este año la Conferencia Episcopal con los premios ¡Bravo!
Sin embargo, siguen apareciendo voces estridentes que, desde sus atalayas protegidas de todo contagio –vírico o espiritual–, se permiten seguir animando a asistir presencialmente a las eucaristías que todavía se siguen celebrando, en contra de las órdenes de confinamiento. Por cierto, ¿dónde celebran sus liturgias algunas de estas voces estridentes?
Apelan a comparaciones sin sentido y lo hacen desde una teología con olor a alcanfor, que olvida un elemento mucho más sagrado que todo su saber: el quinto mandamiento, que sigue vigente. Que yo sepa, a día de hoy, alentar a la presencia en las eucaristías, sigue siendo atentar contra la ley de Dios y contra su criatura más sagrada: el hombre. También creo que alguna implicación legal tendrá estando en vigor la ley que nos obliga a no salir de casa. En este momento –y lo repetiré hasta quedarme sin voz–, insistir en las celebraciones presenciales, es exponer a las personas a una grave enfermedad y, a muchas de ellas, a la muerte.
Curiosamente, de quienes tienen esta visión, solemos decir que no han entendido la gran revolución del Nuevo Testamento y que se han quedado en el Antiguo. En este caso, ni eso. Están anclados en una religión normativa –como todas– cuya contabilidad es imposible de cuadrar. Pretenden ser salvadores de un mundo que no saben ya salvado por aquel judío –Hijo de Dios– que no dudó en coger el látigo para echar del templo a los mercaderes, que eran un eslabón más de la cadena religiosa que oprimía al pueblo de mil maneras.
Sin embargo, frente a los defensores de tan magna ofuscación, aparecen los sacerdotes y laicos antes citados y otras voces de eso que llamamos Iglesia jerárquica, que se ponen al servicio de quienes están sobrepasados por estar en primera línea de batalla. Lo hacen presentando la cara de la alegría del evangelio que está siempre de parte del que sufre y necesitado de ayuda de cualquier tipo.
Escucha atenta
El sufrimiento –más de la magnitud que estamos viviendo– no se puede evitar, pero sí aligerar; no se puede negar, pero sí transformar por duro que sea, con la escucha atenta y estimulante de quién se ha puesto al servicio de aquellos que necesitan desahogarse y saber que alguien está recogiendo y amando su dolor y su sufrimiento.
Todos, los que religiosamente envían a los fieles a un gran peligro, y los que sabemos que el cristianismo de verdad supera la visión religiosa, estamos en tiempo de oportunidad. Estamos en camino de ser verdaderos cristianos, de dejar caer semillas de fe en quienes nos necesitan –crean o no– y ser signos de la presencia divina que se manifiesta con gestos y palabras.
Ese tradicionalismo, cojo y obsoleto, desgarra a la Iglesia en sus miembros más renqueantes y dubitativos en lugar de ayudarles a madurar. Son pocos, es verdad, pero con posiciones y privilegios desde los que pueden hacer mucho daño. Pese a todo, otros, con las redes sociales y con un simple WhatsApp, acompañan, oran y, sobre todo ahora, escuchan. El evangelio manda y hay que ser proactivos, sin miedo a utilizar un lenguaje que cree una atmósfera de acogida, de respeto, de evangelio, y de confianza porque, para sumir a las personas en penosas cargas, ya están los agoreros normativos.
Acogida sana
Solo desde una acogida sana, sensata, libre y que deje espacio, podemos ser conscientes de nuestra fragilidad y del barro del que está hecha la vida y, a la vez, ser conscientes también de la bendición que mantiene y da sentido a circunstancias excepcionales, a través de personas que derrochan evangelio. Ahora bien, tampoco creamos que la fe quita el dolor –sea el que sea– o que el cristianismo es la panacea milagrera. El cristianismo y la fe nos enseñan que en la desgracia y en la adversidad conviven el sufrimiento, la esperanza y la bendición. ¿Hay quién de más?
Nosotros tenemos dos desgracias: el COVID-19 y la de los que viven en su atalaya dictando normas contra el quinto mandamiento. Afortunadamente tenemos muchas bendiciones que tienen nombres propios, redes sociales y hasta WhatsApp. El Espíritu resuena en sus voces y en sus creativas iniciativas.
Por cierto, ¿alguien ha pensado que unos de los sectores más afectados por esta crisis es el de los cultivadores de flores y floristas? Puede parecer algo banal en este momento, pero estamos en primavera, en tiempo de ofrenda a la Virgen de los Desamparados; en tiempo de Semana Santa con sus celebraciones y procesiones; en tiempo de bodas, de comuniones y de bautizos. Las flores son importantes porque nos muestran la belleza y en este tiempo que vivimos necesitamos la belleza y, por supuesto, también la Belleza, que nos mantiene viva la esperanza. Porque la esperanza es la virtud de los tiempos difíciles.