Vivimos una época turbulenta, que nos inquieta y nos humilla. Pensábamos que con nuestros saberes y diplomas dominábamos nuestro mundo y que todo estaba bajo el imperio de nuestra fuerza y nuestra ciencia. Todo parecía estar bajo nuestro control. Y he aquí que un bicho desconocido que llamamos coronavirus pone en jaque nuestras certezas y destroza nuestro seguro Estado del bienestar.
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Ante la progresión dramática del coronavirus, como solución de urgencia, nos sentimos obligados a un tiempo de cuarentena. El papa Francisco nos ha avisado para que la situación que estamos viviendo no se interpretara como un “sálvese quien pueda”. El coronavirus no debe convertirse en una burbuja de cristal que nos aísle de todo el mundo. La protección de nuestra vida no debe ahogar nuestro amor por los demás. En la vida, todos necesitamos tiempos de descanso, donde a veces nos alejamos de los otros, para reponer nuestras fuerzas a fin de poder trabajar mejor al servicio de los demás.
Cuando era joven, me sentí herido ante aquella sentencia del filósofo:“Homo homini lupus”, el hombre no puede ver un lobo en su semejante. Dios salva al mundo cuando nos dice: “Amaos unos a otros como yo os he amado”. Y la prueba de su gran amor es que muere por nosotros en una cruz.
En estos tiempos de cuarentena, aplaudimos y celebramos a todos aquellos que, imitando ese amor que Cristo ha querido implantar entre los hombres, se han entregado al servicio de los enfermos por el coronavirus arriesgando a veces sus propias vidas. Quizá no han reconocido el rostro de Cristo entre los enfermos, pero Cristo les reconocerá y les colocará en su gloria al final de los tiempos.
Algo nuevo está naciendo
China, Italia, Irán, Estados Unidos, España, Francia, Japón, Senegal, África del Sur, Corea, Ruanda… Tantos países luchando contra el coronavirus nos ofrecen la imagen de un mundo nuevo que está naciendo en la colaboración para acabar con este virus tan dañino. La victoria será la victoria de todos unidos. La vacuna será la de muchos investigadores que hablan diferentes lenguas. En esta lucha codo a codo nacen nuevas amistades. Las rencillas dejan paso a la colaboración. Los que han muerto en China o mueren en Italia, España o Japón son nuestros muertos. Algo nuevo está naciendo…
Ya no nos basta que en España lleguemos a desterrar el coronavirus. Porque queremos admirar la belleza del Kilimanjaro, y no podremos viajar hasta Tanzania si también allí el coronavirus está presente. Tampoco podremos visitar a nuestros vecinos de Marruecos, si nos espera escondido en el desierto de Marrakech el fantasma del coronavirus. Solo la paz será total cuando el coronavirus haya desaparecido definitivamente de cualquier rincón de nuestro mundo.
Nos alegramos con los que fueron infectados por este virus y ahora, felices, celebran su salud recuperada. Nuestra felicitación va también para los que con tanta generosidad han luchado para que esta felicidad sea posible. Todos esperamos que los esfuerzos prodigados en la lucha contra el coronavirus culminen con su destierro más allá de nuestras fronteras.
Pero no podemos olvidarnos de los países pobres, que carecen de nuestros medios económicos y que viven atenazados por el miedo de que este virus contamine los que allí viven. Solo la solidaridad internacional podrá hacer que puedan disponer de lo necesario para derrotar al coronavirus. La victoria será la del espíritu de familia que Dios ha querido que reine en nuestro mundo, donde todos somos sus hijos.