Escribo al vuelo al recibir la noticia de la muerte de mi querido maestro y amigo, Juan de Dios Martín Velasco. Tengo los ojos obnubilados por una furtiva lágrima que empaña mi mirada para que vea mejor, hacia adentro, hacia arriba, porque hay que dar gracias a Dios por haber abrevado a la vera del frondoso árbol de su ciencia y de su fe. Como el poeta en “la oración por todos”, musito estos versos como una plegaria: “El día es para el mal y los afanes. / ¡He aquí la noche plácida y serena! / El hombre, tras la cuita y la faena, / quiere descanso y oración y paz” (Andrés Bello).
- CRÓNICA: Fallece Juan Martín Velasco, el gran maestro español en fenomenología de las religiones
- A Juan de Dios Martín Velasco, testigo y maestro de una fe viva. Por José María Avendaño Perea
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Se fue el Domingo de Ramos. Se me antoja una parábola y un regalo del Señor para nuestro buen Juan. Él, que hurgó en el comportamiento humano las huellas trascendentes de Jesús, como teólogo y fenomenólogo, ingresó a la Jerusalén celestial, con su ramo de olivo en la mano, con la sencillez de quien lo hace montado en un humilde burrito, cantando hosannas al Rey y centro de su vida.
Deja honda huella este fino teólogo español, uno de los mejores de su generación, siendo el último de los “históricos” de ese campo fecundo que ha sido y es el Instituto Superior de Pastoral de la Pontificia Salmantina en Madrid. La primera generación, representada, entre otros, por Casiano Floristán y Luis Maldonado, encontró en él, el relevo compartido, en lo que podríamos llamar la segunda generación del Instituto.
En aquellos años tuve la dicha de tenerlo como profesor y maestro, pero mejor aún, como amigo y confidente. Me impresionó encontrar en él, a un hombre siempre dispuesto a escuchar, a dar luces, a animar la investigación cuando se está medio perdido, y a ver en él, en su enjuta figura sonriente, a alguien que no podía pasar desapercibido porque el aroma de su testimonio personal lo impregnaba todo. Como profesor, de una claridad y transparencia envidiables, abierto a todos los pensares, con la ventaja de ahorrarnos muchas veces las lecturas de farragosos autores, escritos en lenguas que no dominábamos.
Amor al Instituto Superior de Pastoral
Cuarenta y cinco años de distancia amasan recuerdos gratos, su amor al Instituto al que no abandonó en su jubilación y retiro, pues siempre acudía a la biblioteca y a las muchas citas de profesores, alumnos y amigos. Dictó cátedra en Mérida serrana, cuando lo invitamos a dar un seminario sobre Fenomenología de la Religión a los alumnos del doctorado en Ciencias Humanas y Antropología de la Universidad de los Andes. Dejó una estela imborrable. En mis frecuentes pasos por Madrid, el encuentro fraterno con los profesores del Instituto es una cita obligada. En los tiempos más recientes, cuando la salud comenzó a hacer mella en sus facultades, no faltaba, y sus comentarios, breves y concisos, eran compartidos con fruición por quienes estábamos presentes.
Creo que fue a solicitud de D. Juan la propuesta del nombramiento de presidente honorario de los exalumnos del Instituto en mi persona, presea que llevo con sano orgullo, pues es mucho lo que debo a mi paso por esa casa del saber de la que nunca me he desprendido. Un reconocimiento muy sincero al cuerpo profesoral de antes y de ahora del Instituto, a D. Carlos Osoro, quien ha estado compenetrado con el Instituto desde su llegada a Madrid, por el cariño y la cercanía con D. Juan, pues sus ponencias, charlas, y su sola presencia física, era el alma de una institución que le debe mucho. Es la impronta de una Iglesia en salida, abierta a las periferias, oasis para retomar fuerzas a los cansados y agobiados. Los escritos de él y de quienes han ejercido cátedra o fueron alumnos del Instituto de Pastoral es el mejor obsequio al discernimiento de los signos de los tiempos desde los signos de Dios.
Su amplia obra queda como alimento rico y sabroso para quienes se acerquen a sus escritos. Cuando pase la pandemia, tendremos que rendir merecido homenaje, oracional, académico y celebrativo a quien supo entregarlo todo para bien de la humanidad. Como dice el libro de la Sabiduría: “Los buenos viven eternamente; su recompensa está en las manos del Señor; el Altísimo cuida de ellos” (Sab 5, 15). Descansa en paz, Don Juan de Dios, e intercede por nosotros ante el Padre. Amén.