Tribuna

Sábado Santo: justo antes del amanecer

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Su mirada estaba fija en la débil luz del candil; ninguna mujer de las allí presentes se atrevía a decirle nada. Imposible hacer algo; era el ‘sabbath’ y cada movimiento del día estaba medido y calculado. Desde el fondo, el silencio de los amigos atronaba la estancia. Salomé se acercó para decirles que sería bueno tener alguna iniciativa y hacer algo porque, aunque la luz del candil era débil, María Magdalena se iba a quedar ciega si no apartaba la vista de ella.



No pareció tener mucho éxito su petición; la miraron, pero ninguno se movió. Es más, alguno todavía se recogió más sobre sí mismo; otros, dijeron que no tenían ganas de nada y que hicieran algo las mujeres. Allí estaban los once, tan dormidos como en Getsemaní, pero de otra manera.

El luto de dos madres

Salomé se alejó y se preguntó dónde estaría María. ¡Qué pregunta! ¿Dónde va a estar la madre sino compartiendo la misma pena con otra madre? Salomé se dirigió hacia el pequeño rincón que había, detrás de la columna, cerca de la entrada de la estancia, donde intuía que estaba María, con intención de acercarla junto a las demás. Efectivamente, allí estaba, abrazando, llorando y consolando a Isabel, su prima, a la que también habían matado a su hijo Juan. Salomé no pudo contener alguna lágrima.

Se vio incapaz de decir o hacer nada y regresó donde estaban las otras mujeres y, en voz baja, se lo comentó a Marta y a María. Las dos hicieron gestos de comprensión. Conocían a María y a Isabel, y la relación tan cercana que tenían. Habían compartido tiempo con ellas desde que habían conocido a Jesús. Este ‘sabbath’ pesaba mucho, mucho más de lo habitual. Jesús les había enseñado a mirar el sábado con un valor diferente al que se le daba, pero este ‘sabbath’ era especial. Era una noche sin fin, oscuridad absoluta.

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Dejar salir el dolor

Marta y María hicieron un gesto a todas las demás y se reunieron junto a la ventana que habían cubierto con maderas y telas para impedir que entrara la luz y, sobre todo, para que nadie viera que dentro estaban los amigos de Jesús, el crucificado. María seguía abrazando a Isabel en el rincón protegido tras la columna. Como no se podía hacer mucho, pensaron que hablar, dejar salir el dolor, podría ser bueno. A María, la de Santiago, le pareció bien, pero dejó claro que mejor solo las mujeres. María, la de Cleofás –compartiendo pensamiento con Juana– se manifestó más partidaria del silencio, porque nada se podía decir que manifestara el dolor y, sobre todo, la soledad que sentían. Además, era una ferviente defensora de la idea de que el silencio, en ocasiones, es un vínculo que une. Algunas asintieron y, en el fondo, todas se sentían inclinadas a recogerse en sus recuerdos y a arrinconarse en su dolor.

En esto andaban las mujeres cuando, de repente, María, la madre de Jesús, se acercó a ellas, sujetando la mano de Isabel entre las suyas. Su voz sonaba todo lo firme que las circunstancias permitían, aunque su tono era claro. Con un gesto las invitó a sentarse y, siempre con Isabel a su lado, les dijo que quería compartir con ellas algunos pensamientos. Salomé fue a buscar a María Magdalena, que, al quitar la mirada de la luz del candil, se hundió en un mar de lágrimas, y la sentaron cerca de Isabel. Todas se miraron y todas se acomodaron.
La voz de María estaba llena de dolor, como no podía ser de otra manera. Las mujeres pensaron que se derrumbaría en cuanto empezara a hablar, pero, para su sorpresa, su voz empezó a sonar más clara y más serena.

Murió como vivió

“Mi Hijo –dijo María– murió como vivió, eso no debemos olvidarlo. A partir de ahora, todo lo que dijo e hizo es lo que deberemos mantener vivo en nuestro interior y hacerlo vida para nosotros y para los demás. Hoy estamos tristes porque Jesús está muerto y enterrado; no vemos la fuerza de Dios; no oímos la voz de Dios y ese silencio nos aterra. Pero solo podemos estar en silencio porque algunos acontecimientos solo pueden vivirse en silencio; porque no hay palabras capaces de expresar el estupor que producen. El silencio nos da miedo; es como un vacío oscuro. Sin embargo, el silencio de Dios que estamos viviendo no es un silencio vacío, inservible”.

“No podemos –prosiguió– evitar la tristeza, ni el dolor, ni la impotencia, pero tampoco podemos perder la esperanza porque este silencio de Dios no es abandono, no es olvido, no es enfado por lo que ha pasado. Si creyéramos esto, ¿en qué quedaría todo lo que hemos vivido con Jesús? ¿En qué quedaría su muerte? El silencio de Dios nos deja espacio para el dolor que necesitamos sentir; nos deja espacio y tiempo para recapacitar, para pensar, para entrar en nosotros mismos, donde descubriremos que Dios está, porque está ahí, no lo dudéis; toca decidir si queremos cambiar a una forma de vida más comprometida con lo que mi Hijo nos enseñó. Ahora podemos no entender lo que ha pasado y lo que pasa; pero es el momento de mantener la esperanza”.

La muerte ya no es definitiva

“¿Recordáis –añadió– la de veces que Jesús os decía algo y no lo entendíais? Marta, ¿recuerdas cuantas veces me comentabas eso? Y yo no sabía qué decirte porque algunas de sus palabras y de sus acciones tampoco las entendía. Pero de algo estoy segura. Mi Hijo nos enseñó que la muerte ya no es definitiva y nos dijo que resucitaría –María Magdalena rompió a llorar desesperadamente, y María tomó su mano con fuerza y delicadeza a un tiempo–. No sé cómo, pero Jesús se hará presente en nosotras, y en ellos –dijo, dirigiendo la mirada hacia donde estaban los apóstoles–. De momento, nos toca pasar este tiempo de silencio clamoroso sin olvidar que mi Hijo fue ungido para la vida y eso no puede cambiar ni lo podemos olvidar. No estamos hechas para la muerte; Dios nos creó para la vida”.

“Recordad –las animó– que Dios es fiel y no nos dejará sumidas en la tristeza y la oscuridad. ¿Acaso somos menos que todas esas personas a las que ayudó a través de Jesús? No, no somos más ni menos, y, si a ellas les regaló vida a raudales, también lo hará con nosotros, con todos. Estamos aquí, en esta estancia, y, aunque a los apóstoles les cueste un poco más compartir sentimientos, nosotras, al estar aquí juntas, vemos la necesidad que tenemos en este momento de compartir nuestro dolor, nuestro llanto, nuestra fragilidad. Y, pese a que no lo parezca, Dios, en su silencio, nos acompaña. No creáis que está lejos; está aquí, en medio de nosotras”.

De la espera a la esperanza

“Amigas mías –concluyó–, no podemos resignarnos a esperar porque, de hacerlo, nos quedaremos atrapadas en este momento de inmenso dolor; tenemos que pasar de la espera a la esperanza que nos llevará más allá de este presente oscuro, amargo y sin vida y, así, disfrutaremos del Dios de la vida. Pero hacedme caso; mirad dentro de vosotras; no tengáis miedo a adentraros por ese camino. Ahí empieza el sendero de la esperanza, cuando nos descubrimos habitadas por Dios. ¡Si sabré yo de eso! Mi corazón está roto, como el de Isabel, y nuestro dolor no cabe en palabras; sé que el momento es difícil y duro para todas, pero no olvidéis que la noche es siempre más oscura justo antes del amanecer…”.

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