Subir al cenáculo el Jueves Santo de este año 2020 representa un desafío a la pandemia del COVID-19. Un desafío que implica zafarse de la perplejidad paralizante y adentrarse en el hondón más sublime al que un ser humano puede llegar: el amor de Dios. El amor que manifiesta Jesús, revelándonos la misericordia del Padre en el Espíritu Santo que se nos ha dado; el amor que se derrama sobre toda la humanidad y nos reta a cada discípulo misionero a amar como Él nos ha amado.
- EDITORIAL: Semana Santa virtual, pero real
- Consulta la revista gratis durante la cuarentena: haz click aquí
- Toda la actualidad de la Iglesia sobre el coronavirus, al detalle
- Regístrate en el boletín gratuito y recibe un avance de los contenidos
Subir al cenáculo este Jueves Santo es subir a la cima de un exceso de amor incomparable cuando nos descubrimos vulnerables, dentro de una frágil barquichuela, en medio de una sorprendente e inaudita galerna que no cesa y nos separa de los otros, especialmente de los más queridos. Una separación que se hace más dolorosa y triste si les llega el trance de la última hora sin compañía. Una tempestad que incluso nos hace dudar del Otro que parece dormir en la barca y nos deja a merced del viento impetuoso en medio del peor de los temporales.
Subir al cenáculo este Jueves Santo implica confiar a ciegas en quien está bien despierto, quien es y nos comparte la Resurrección y la Vida. Por el pan y el vino nuevos de la alianza nueva llegamos a la Cruz, largura del amor que levanta olas de salvación con las que resucita de veras nuestro amor y nuestra esperanza.
Haced allí los preparativos (Lc 22, 12)
Cuando al principio de la Cuaresma nos preparábamos para subir al cenáculo este Jueves Santo, no pensábamos que la sala –una habitación grande, arreglada con divanes en el piso superior– iba a estar preparada en este lugar y de esta manera. Lo que llevamos viviendo estas semanas en todo el mundo, absolutamente inesperado, nos invita a celebrar un Jueves Santo especial, aunque todos lo son evocando aquel primero de la Última Cena.
Como siempre, hemos preguntado a Jesús dónde quiere que vayamos a prepararle la cena pascual y Él nos ha dicho que nos quedemos en casa, donde nos han indicado los responsables políticos, sociales y religiosos. Todos ellos nos han señalado el lugar más familiar y conocido, aunque ahora se esté volviendo novedoso y atípico. Nosotros, por supuesto, nos hacemos cargo también de las personas sin hogar. Con esfuerzo de acomodo, hemos preparado la sala en el piso superior y hemos subido a nuestro particular cenáculo. Este año no hemos tenido que esperar a la tarde del Jueves Santo para entrar en la estancia de la Cena; la venimos habitando al menos desde el comienzo del confinamiento. Ya entonces inauguramos un nuevo modo de estar y vivir para un período incierto, una sala –más grande o más pequeña– dispuesta para permanecer un tiempo prolongado y celebrar la Cena del Señor con “nuevas formas”, domésticas y sobrevenidas, que nuestro ingenio va recreando con el transcurrir de los días.
En esta estancia familiar redescubierta, estamos aprendiendo a transitar nuevos caminos a la hora de relacionarnos con los nuestros más cercanos y lejanos. Un nuevo modo de trabajar, de jugar, de divertirse, de comunicarse, de hacer ejercicio. Un nuevo modo de ver el mundo, de recordar, de padecer, de temer, de albergar esperanza. Un nuevo modo de participar, de aplaudir, de agradecer y de emocionarse. Un nuevo modo de besarnos, abrazarnos y darnos palmaditas en la espalda sin tocarnos. Un nuevo modo de rezar y de comulgar recuperando la “comunión espiritual”. La sala del piso superior está, pues, bien preparada, gracias a estos nuevos caminos en los que la vida se va abriendo paso, aun en medio de una reclusión no querida, pero abrazada generosamente por responsabilidad y solidaridad con nuestros semejantes, por misericordia para con todos, con predilección por los más débiles y, desde luego, en comunión afectiva y efectiva, teniendo como horizonte la fraternidad universal que Jesús nos ofrece.
Con todo, aún estamos a tiempo de mejorar algunos detalles de nuestra estancia antes de celebrar en ella la Cena del Señor este Jueves Santo de 2020. Este tiempo nos ha ido permitiendo compensar carencias. Siempre se puede tener más paciencia, pedir y otorgar perdón, crecer en fortaleza, prodigarnos en generosidad, atender mejor para escuchar, dar y recibir dosis extra de cariño, aunque sea virtual… Para darnos cuenta de que esta sala, que hemos preparado con más tiempo que otros años, ha de ser lugar de Dios.
Desde este cenáculo particular, familiar, vamos a celebrar el día del amor fraterno y la institución de la Eucaristía. Estamos abocados a hacerlo solos, en familia, en pequeño número de fraternidad sacerdotal o en comunidad de vida consagrada, tal vez con algún contagio en casa, con aislamiento o incluso hospitalizado. Pequeño y frágil rebaño que se siente parte de una multitud de cristianos en diáspora por el mundo entero. Por eso, nuestro cenáculo particular será parte de un enorme cenáculo universal que este Jueves Santo, quizá más que ningún otro, podremos contemplar y sentir. Nos imaginamos unidos a los cenáculos de hospitales, residencias de ancianos, familias, personas que viven solas, albergues, centros de inclusión social, prisiones, campos de refugiados, casas de acogida de menores, de personas con discapacidad, de personas con adicciones, de víctimas de trata, residencias sacerdotales, comunidades de personas consagradas… Cada cenáculo particular es una tesela del cenáculo del mundo donde se va a celebrar la Cena de Jesús este año, con pan tierno y vino nuevo que se consagran con amor divino y fraterno al mismo tiempo.
Como anticipo de este cenáculo universal, permanece en nuestra retina la imagen del papa Francisco subiendo solo por una vacía y lluviosa plaza de san Pedro hacia el estrado desde el que comenzó aquella oración, en soledad de amor y en compañía de fraternidad, porque le acompañaba una multitud ingente extendida por toda la tierra. Eran las seis de la tarde del 27 de marzo de 2020 en Roma. Nunca tanto espacio vacío evocó tanta presencia de seres humanos que sufren, oran y esperan la calma en medio de una terrible tempestad. Nunca tanto llanto encerró tanta esperanza en medio de la tormenta. No temamos subir solos o con pocos cerca. Somos muchos los que respiramos la misma fe y la misma esperanza en este gran cenáculo del mundo. (…)