Estos días escuchamos una expresión que llama nuestra atención y que, realmente, no sabemos muy bien cómo interpretar. Se trata de la “nueva normalidad”. ¿Serán nuevas costumbres de comportamiento que ya venimos aplicando como la “distancia social”? ¿Serán nuevas costumbres sanitarias que también estamos aplicando ya como salir con mascarillas, llevar guantes, no tocarnos al saludarnos…? ¿Tendrá que ver con algo que se nos impone desde un autoritarismo camuflado? ¿Tendrá que ver con el sentido común? Muchos interrogantes y pocas respuestas, de momento.
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Los cristianos vivimos en un orden social, asumimos la condición de ciudadanos y entendemos que no podemos -ni debemos- eludir las relaciones con la autoridad. Esto no significa que dobleguemos nuestra conciencia ni que renunciemos a una crítica de la autoridad, siempre constructiva, que tenga como centro al hombre, su bienestar y sus derechos. Ser ciudadano y cristiano no es incompatible; por ahora toca asumir que es mejor no tentar a la suerte y quedarse en casa. Esa es nuestra misión en este momento.
Fundamento orante
Este tiempo del covid-19 está dando para mucho. Salen a la luz historias de personas que dicen no saber rezar. Cuando, sin preguntar, te empiezan a exponer las razones por las que creen que no saben rezar, te das cuenta que pocas veces hay posibilidad de conocer de primera mano una oración más profunda que la que están haciendo en ese momento, y que la llevan haciendo muchos días ya. Todo ser humano es, en su fundamento, orante; todos somos capaces de suplicar, los creyentes y los que no se reconocen como tales, y nos iguala la certeza de la impotencia sentida cuando la realidad nos sobrepasa. Entonces descubrimos la grandeza de la debilidad y la capacidad liberadora de esa impotencia sentida que nos hace mirar y buscar; de diferente forma nos sentimos dependientes de Algo o Alguien superior a nosotros que existe, nos escucha, y está ahí siempre.
Muchos semejantes andan decididamente implicados en la atención al prójimo, no solo aquí, en España; no podemos olvidarnos de los misioneros que se enfrentan al covid-19 sin recursos, sin apoyo, sin aplausos. Todas estas personas pasan por alto uno de los condicionantes más visibles de la existencia humana que es preservar la propia vida; unas serán creyentes y otras no, sin embargo, unas y otras se cuestionan su relación, su vínculo con su semejante y en su gesto de asumir el riesgo de poner en peligro su propia vida, certifican una esperanza que los iguala tanto como la impotencia y, así, aparece también la compasión. ¿Sería alguien capaz de afirmar que, creyentes y no creyentes, están rezando y haciendo visible una bella y profunda oración? He leído un tuit de Jesús Montiel en el que dice: “En cada segundo de nuestra vida, bajo el polvo de la costumbre, está escondido el Paraíso”. Todas estas personas, repito, creyentes y no creyentes, están haciendo visible ese Paraíso para sus semejantes.
Esperanza y compasión
Sentirnos dependientes, esperanzados y compasivos es algo común a creyentes y no creyentes. Nuestra vieja -en muchos sentidos- Europa está necesitada de ser consciente de su dependencia, pero también de su esperanza y de su compasión; su cultura cristiana está hondamente enterrada desde hace mucho y, ya se sabe que, cuando una semilla está enterrada a mucha profundidad no puede germinar. Todo tiene que tener su justa medida.
¿Somos conscientes de la oleada espiritual que estamos viviendo? ¿Estaremos como Iglesia, cuando las circunstancias y la realidad del covid-19 lo permita, a la altura de lo que esa “nueva normalidad” nos pida? Me lo pregunto -y aunque suene a crítica intento que sea constructiva- porque no podremos volver a celebrar la eucaristía todos presencialmente -porque ahora lo hacemos espiritualmente-, si no invitamos o aceptamos la llegada de los que teníamos por cristianos poco convencionales o, directamente, por excluidos, que creen que no saben rezar, pero que han descubierto algo en su interior durante esta experiencia de enfermedad, muerte y sufrimiento.
Poner en riesgo la vida
Muchos de ellos habrán puesto en riesgo sus vidas y habrán cargado, como buenos samaritanos, con cuantos enfermos aparecieron en su camino haciendo realidad un gesto genuinamente cristiano; su vida ha sido oración profunda porque el trabajo bien hecho -con dedicación y compasión- es oración. Muchas de ellas han muerto para salvar a sus semejantes, ¿acaso no resuenan aquí las palabras de Jesús cuando dice en el evangelio de Juan “nadie tiene amor más grande que quien da la vida por sus amigos”? Estas personas han estado en disposición de dar la vida y han entrado en la sintonía de Dios y en sintonía con Dios y nunca sabemos cómo empieza la búsqueda.
Y, después de esto, ¿puede haber alguien que clame por la apertura de los templos para la celebración de la eucaristía -acción de gracias- como si Dios y su amor solo estuvieran presentes ahí, como si fuera el único lugar donde rezar y celebrar la fe? Somos ciudadanos y cristianos en un tiempo que nadie esperó vivir y tenemos que asumir los condicionantes actuales y a los que nos deberemos enfrentar en el futuro, porque la “nueva normalidad”, me temo, va a conllevar algún cambio.
La hora de crecer
Intereses e ideologías hay en todas partes no solo en política y, algunos, se aprovechan de la Iglesia para intentar imponer la suya como si ésta fuera tan buena noticia como el mismo evangelio. Pensar que el culto es la única manifestación de la fe, es un error que ya deberíamos haber superado. ¡Ya es hora de salir de planteamientos de salón, simples, ingenuos -o no tanto-, inmaduros y que solo muestran seguridades falsas! Es hora de crecer en la fe como ciudadanos y cristianos porque solo así, en mi humilde opinión, podremos conseguir que la capa de tierra se rebaje lo suficiente como para permitir germinar, otra vez, esa cultura cristiana que permita dejar a la vista una fe más depurada y sencilla. De momento, mejor no jugar a crear confusión en nombre de Dios y actuar como ciudadanos y cristianos.