“Pero ¿cómo invocarán a aquel en quien no han creído? ¿Cómo creerán en aquel a quien no han oído? ¿Cómo oirán sin que se les predique? Y ¿cómo predicarán si no son enviados? Como dice la Escritura: ‘¡Cuán hermosos los pies de los que anuncian el bien!’” (Rom 10, 14-15). Así se expresa san Pablo dirigiéndose a los Romanos, y no se puede sino darle toda la razón. Antes de que llegue a ser un sentimiento y una vivencia personal, la fe ha de ser anunciada.
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Ahora bien: ¿quién ha de hacer ese anuncio?, ¿en qué circunstancias?, ¿a qué personas? ¿con qué mediaciones? Cada una de esas preguntas, fáciles de contestar hace solo sesenta años, exigen hoy reflexiones y matices antes desconocidos.
Comencemos reconociendo que, en España, todavía bajo los efectos del nacionalcatolicismo, nos resistimos a enfrentarnos, ligeros de equipaje, a una situación absolutamente diversa, de pluralismo religioso y de increencia.
Alguien planteó una vez la siguiente pregunta: ¿qué harían los curas si, de repente, no existiesen las parroquias? Un cuestionamiento bien agudo, que no ha encontrado demasiada respuesta, precisamente porque existen las parroquias y, con ellas, los sacramentos de iniciación, las catequesis, las predicaciones, la acogida de Cáritas.
No hace falta recalcar que el clima social ha cambiado radicalmente y, por tanto, las preguntas de san Pablo cobran un significado nuevo. En el ambiente agnóstico que se ha adueñado de la sociedad, ¿cómo creerán sin que se les predique?
En varias ocasiones, el papa Francisco ha dicho que desea curas “callejeros”, pero, si echamos una mirada alrededor, podremos comprobar que su deseo apenas ha encontrado seguidores. Al contrario, las parroquias parecen encerrarse en sí mismas con múltiples y variadas actividades, salvo la de salir a la calle. Corren así el peligro de hacer buena la profecía de Nietzsche, para quien las iglesias se convertirían en las tumbas y mausoleos de Dios.
En septiembre de 2012, Benedicto XVI recordaba que “esta herencia se encomienda hoy a toda la Iglesia: la evangelización, que “no es obra de algunos especialistas, sino de todo el Pueblo de Dios”.
Alguien contaba que, en su parroquia, en la predicación del domingo, el sacerdote afirmaba que la labor de evangelizar no corresponde solo a los clérigos o los obispos, sino a todos los cristianos. Refería también que, al mirar a su lado a unas cuantas personas mayores de barrio, le invadió el sentimiento de la inanidad de un mensaje tan general y poco adaptado. Y pensó: ¿qué harán estas personas al ver que sus hijos o nietos apenas son creyentes?
Urge, pues, una reflexión sobre los predicadores de ese anuncio, sobre el mundo donde hay que hacerlo, sobre los destinatarios, sobre las prioridades e instrumentos. Contribuir a esta reflexión es el objetivo de este trabajo.
La generación de nuestros padres y la nuestra recibieron la fe en el Dios de los cristianos prácticamente con los mismos medios: oraciones repetidas de memoria, conocimiento literal de algunos pasajes del evangelio con poca repercusión social, asistencia a la misa dominical, recepción de los sacramentos y respeto a la moral de la Iglesia. No es que todos fueran cristianos entusiastas, pero todo el mundo, salvo excepciones, pasaba por ese camino. Y, además, estaban los colegios y la enseñanza de la religión en todos los niveles. Y estaban las fiestas, los ritos, la celebración de los santos… Hasta hubo un tiempo en que la televisión cerraba sus emisiones con una palabra religiosa: ‘El alma se serena’.
Compartir esta forma de pensar y de ser estaba bien visto en los ambientes de la clase media, especialmente en la posguerra.
Sin duda existieron y existen conductas valiosas, concordantes con lo que entendemos por la vida de fe y son fácilmente identificables, pero no son multitudinarias ni mucho menos. Basta consultar las estadísticas de los jóvenes y adultos que ahora se confiesan creyentes, para concluir que los medios utilizados anteriormente han sido a la larga muy poco eficaces.
La rutina, la falta de sinceridad, muchas conductas que han vulnerado principios evangélicos, una teología anquilosada, una pedagogía deficiente, un conservadurismo renuente al diálogo con el mundo… estas y otras razones han conducido a este rechazo, y muchos planes diocesanos de evangelización siguen adoleciendo de lo mismo.
Hay que añadir, además, que el mundo al que la Iglesia dirige su mensaje ha cambiado profundamente y ha generalizado actitudes que se cierran a ese anuncio o dificultan su acogida: una concepción puramente científica de la existencia, que conduce a la increencia, al ateísmo y, en ocasiones, al nihilismo. Una cultura de masas consumista, que envuelve con sus mensajes y configura la existencia. Un espíritu de indiferencia radicalizada, que instala a los sujetos en la falta casi absoluta de curiosidad, atención, interés y aprecio hacia lo religioso. Hay que añadir, sin embargo, que hay también muchas actitudes altruistas de solidaridad que no parecen tener necesidad de un soporte religioso. Y, finalmente, la ignorancia de una religión que ya no se transmite en la familia o en los medios de socialización.
Solamente un profundo cambio de la pastoral de la Iglesia y del testimonio creíble de los creyentes permitirá albergar esperanzas de una transmisión de la fe amplia y entusiasta, contando “como es natural” con la asistencia del Espíritu Santo.
Los documentos del Concilio Vaticano II suponen un importante caudal de optimismo, aunque el mundo ha cambiado mucho en este tiempo y la Iglesia ha de demostrar capacidad permanente de comprensión social, religiosa y espiritual del mundo al que se dirige, y así hay que entender la exhortación apostólica ‘Evangelii gaudium’ (2013) del papa Francisco.
Hace falta poner en marcha un nuevo paradigma de Iglesia, centrado no tanto en la doctrina y el culto, sino en la acción y la espiritualidad, con acentos como los siguientes: construir la Iglesia como comunidad –no tanto como estructura jerárquica– y como servicio al mundo, dar protagonismo a los ministerios laicales, abrir la Iglesia a la rigurosa participación de las mujeres, asegurar la centralidad radical de los pobres…
Es preciso pensar en un entorno social mucho más amplio que el tradicional, que tenga en cuenta: los segmentos de edad, la etnia y la geografía, sin olvidar las desigualdades superpuestas que originan los conflictos geopolíticos, las fracturas del sistema de bienestar, el aumento de políticas conservadoras y el extremismo violento. Esta nueva Iglesia, si de verdad quiere situarse al lado de los más débiles, ha de volcarse en el logro de bienes y servicios básicos para los pobres, las víctimas de los desastres, los inmigrantes y exiliados, y los severamente afectados por el cambio climático. Y también la Iglesia del futuro puede ser un testigo profético y proactivo de la cultura digital. (…)
Índice del Pliego
PRÓLOGO
LA TRANSMISIÓN DE LA FE ANTES Y AHORA
INVITACIÓN A LA TRASCENDENCIA
INVITAR A LA ESPIRITUALIDAD
INVITAR A JESUCRISTO
INVITAR A LA IGLESIA
INVITAR A LA ACCIÓN
QUIÉN TRANSMITE LA FE