En septiembre de 2018 pude asistir a la cumbre de Think Tank (T20) en Buenos Aires, Argentina. El nombre de aquella conferencia que para entonces me sonaba revolucionario era “The Future of Work and Education in the Digital Age” (“El futuro del trabajo y la educación en la era digital”). Una de las reflexiones principales de hace ya un par de años era que las transformaciones digitales estaban alterando rápidamente la naturaleza del trabajo, los modelos de empleo, los contratos, los reglamentos y las protecciones. Cada vez más, las responsabilidades del Estado se estaban convirtiendo en obligaciones del sector privado y en un argumento comercial, ante una marcada resistencia desde la esfera pública a lidiar con las cuestiones de fondo.
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Desde el grupo de organizaciones del T20 se analizaba en aquel momento que estábamos ante una “estructura económica en evolución, en la que un individuo es un ciudadano, pero también un consumidor, un propietario de capital, un empresario, un empleador y un empleado. Las fronteras entre estas funciones ya no están claramente definidas; la relación tradicional entre empleadores y empleados ha cambiado fundamentalmente. El modelo histórico de la asistencia social proporcionada por los empleadores debe adaptarse para tener en cuenta esta nueva dinámica, y es necesario identificar un nuevo punto de prestación de protección social”. [1]
Para mí ha sido más que evidente que muchas de las reflexiones que se vertieron en aquella combre por un grupo de pensadores y analistas, se vienen a confirmar ante la actual epidemia. Los efectos colaterales de la llegada del Covid- 19 revelan un efecto devastador en los trabajadores de la economía informal y formal. Principalmente para quienes día con día tienen que salir a buscar el sustento para sus hogares mediante las actividades de la economìa informal, me refiero a quien vende fruta, al zapatero, al fontanero, al artista, a quien le hace de mesera, a las vendedoras de calle, por mencionar algunos. Muchas de estas personas no tienen la posibilidad de trabajar a distancia desde sus hogares. Están totalmente desprotegidos socialmente, a expensas ahora de la publicitada “asistencia que puedan recibir de los gobiernos en turno”. Permanecer en casa y confinamiento no es opción para millones de personas, esto significa perder su empleo, no tener ingresos, no poder pagar renta, no tener para comer. De acuerdo a los reportes de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) [2] Al 22 de abril de 2020, cerca de 1100 millones de trabajadores de la economía informal viven y trabajan en países en situación de confinamiento total y otros 304 millones lo hacen en países con confinamiento parcial. La precarizaciòn del empleo y las soluciones a medias de este gran sector que representa la economía informal han abierto brechas, incluyendo la digital, que se convierten en abismos durante la actual epidemia.
Nuevos desafíos
La OIT también apunta para el ámbito de la economía formal que “alrededor del 68 por ciento de la fuerza de trabajo mundial, incluidos el 81 por ciento de los empleadores y el 66 por ciento de los trabajadores por cuenta propia, vive actualmente en países que han previsto el cierre, obligatorio o recomendado, de los lugares de trabajo”. El resultado inmediato ha sido una estrepitosa pérdida de empleos. En México, la Secretaría del Trabajo reportó que se perdieron 346,878 puestos de empleo formal entre el 13 de marzo al 6 de abril. Además de la pérdida de empleo, como queda constancia en las últimas semanas, el confinamiento tiene repercusiones graves e inmediatas sobre las actividades corrientes de las empresas y de los trabajadores por cuenta propia, exponiéndolas a un riesgo elevado de insolvencia. Aun cuando se levanten las medidas de restricción, las empresas y los trabajadores por cuenta propia que sobrevivirán seguirán afrontando desafíos, en tanto se anticipa una recuperación incierta y lenta.
A propósito del Día del Trabajo, los obispos mexicanos han lanzado un llamado a “generar un diálogo constructivo, una nueva cultura del trabajo, para que seamos más prósperos y para que todos podamos tener trabajo digno, un salario familiar justo, respeto a la dignidad de la persona humana, donde se practique la justicia social y se logre así el bien que nos conviene a todos, teniendo sólo lo necesario y únicamente lo necesario, para permitir, que todos los demás accedan a los bienes y servicios a los que tienen derecho, para tener una vida digna, acorde a su naturaleza de hijos de Dios”. Este llamado está en línea con el legado de nuestra Doctrina Social de la Iglesia que expresa una dimensión subjetiva en la que “confiere al trabajo su peculiar dignidad, que impide considerarlo como una simple mercancía o un elemento impersonal de la organización productiva. El trabajo, independientemente de su mayor o menor valor objetivo, es expresión esencial de la persona”.
El trabajo no es una mera transacción de venta de bienes, tiempo y servicios por el que las personas reciben un pago y ciertas protecciones sociales mínimas, el trabajo es el medio por el cual se proveen condiciones de vida digna a la población. El Covid- 19 nos ha recordado muchas tareas pendientes, como por ejemplo que los derechos de millones de trabajadoras y trabajadores deben estar vinculados a las personas y no a sus puestos de trabajo.
Me sonaba un poco radical, pero hoy más que nunca resuenan algunas de las conclusiones del T20 y es que quizá “se necesita un nuevo contrato social entre ciudadanos, consumidores, empleados, el Estado y la empresa para delinear un nuevo entendimiento en torno a los derechos y responsabilidades”. [3]
[1] The future of work and education for the digital age: A New Social Contract for the Digital Age, P. 7-8.
[2] Observatorio de la OIT: El COVID-19 y el mundo del trabajo. Tercera edición. Estimaciones actualizadas y análisis.
[3] The future of work and education for the digital age: A New Social Contract for the Digital Age, P. 7-8.