Nunca me ha gustado el gnosticismo, sobre todo, por su desprecio o, al menos, descuido del espesor de la historia. Y ahora, en pleno ‘boom’ de misas telemáticas, tengo la sensación de que puede irrumpir con una fuerza inusitada, si acabamos trasladando lo que es propio de tiempos excepcionales (dichas eucaristías telemáticas) a lo habitual (a las presenciales). Y, como contrapunto reactivo, tampoco me ha gustado nunca la profusión desmedida de celebraciones eucarísticas para llegar a cuantos más, mejor; no importando hacer del cura un funcionario –cuando no, un autómata– eucarístico.
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Confieso que, en estos días de confinamiento, he sido testigo de una modesta iniciativa que me parece cargada de futuro y a medio camino entre tales extrapolaciones: muchas comunidades cristianas han formado redes gracias a las cuales han mantenido –e incrementado– la relación entre sus miembros hablando de lo divino y de lo humano e interesándose por otras personas que, pertenecientes a la comunidad, no tenían acceso a ese modo de contacto, pero de cuya situación sí se tenía conocimiento.
Las redes sociales han ayudado a formar una especie de “círculo o núcleo primero”. Creo que, finalizadas las misas en ‘streaming’ y reabiertos los templos con las limitaciones de aforo conocidas y los temores que, sin duda, aflorarán entre una buena parte de los participantes habituales, sería bueno desechar la idea de celebrar misas como se pueden fabricar churros (tentación que, por lo que me dicen, ronda a no pocos obispos y también a algunos curas) e invitar a los miembros de esos chats (ese “circulo primero” de la comunidad) a que, participando en estas “eucaristías en desescalada”, puedan llevar y repartir la comunión a quienes lo soliciten.
Recuperaríamos, sencilla y creativamente, una vieja y añorada figura: la de los diáconos y diaconisas que, siendo la voz de los pobres, enfermos, ancianos e impedidos ante la comunidad, lo serían también de la comunidad ante ellos y con ellos. Por eso, en estas “eucaristías en desescalada” tendría que haber un momento especial, quizás en la homilía, en la oración de los fieles y también en el canon, para recordar a las personas visitadas y conocer su situación. Y así, teniéndolas presentes en nuestra oración y corazón, incrementar los vínculos de pertenencia a una comunidad que tiene la oportunidad, gracias a la pandemia, de dejar de ser solo un conglomerado humano.
Al estilo de san Vicente de Paúl
Supongo que, activando una iniciativa de este estilo –u otra parecida–, articularíamos lo que sabiamente gustaba recordar san Vicente de Paúl cuando proponía “dejar a Dios (la eucaristía) por Dios” (para atender, en este caso, al hermano impedido y recluido en su domicilio). Y, a la vez, quizás estaríamos promoviendo nuevas formas de ministerialidad laical.
E, igualmente, supongo que también sería posible empezar a poner en cuarentena el modelo –casi siempre, tridentino– de presbítero que, marcadamente clericalista, se sigue promoviendo en muchas de nuestras diócesis, así como las llamadas unidades pastorales; un circunloquio bajo cuya capa se quieren ocultar los funerales –también en silencio y sin duelo– de muchas de nuestras comunidades, sobre todo, de las más pequeñas.
Queda para otra ocasión la necesidad de repensar, siguiendo la pista abierta en el último Sínodo sobre la Amazonía, un nuevo modelo de “presbítero de la comunidad”, articulable con el conciliar y mayoritariamente vigente, a pesar de que esta posibilidad ponga muy nerviosos a quienes entienden el ministerio ordenado a partir solo del culto.