Celebrar en tiempos de pandemia en las iglesias domésticas
Este tiempo de cuarentena ha cambiado muchas cosas, entre ellas nuestras celebraciones. Celebraciones de todo tipo: deportivas, escolares, familiares, religiosas. Pero ¿alguien o algo nos ha robado la capacidad para seguir celebrando? No, desde ya que no.
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Entre las dimensiones que caracterizan lo humano, la capacidad de celebrar, de hacer fiesta, es una de las más liberadoras. Cuando celebramos salimos de la rutina, rompemos con la monotonía de lo ordinario. Se genera un clima de gratuidad y alegría que distiende, nos aleja de las preocupaciones y favorece el encuentro interpersonal. La fiesta nos envuelve en su ritmo, sin tensiones, sin solemnidades, con la espontaneidad de quien disfruta el momento y se une sin prisa al gozo de compartir con otros y otras. Porque celebrar siempre es un acontecimiento grupal. Supone vínculos, motivaciones enlazadas, coincidencias, pertenencia mutua. Y en esa mutua pertenencia existe un lenguaje común, símbolos que nos identifican, una cierta ritualización capaz de evocar un momento trascendente, aunque inalcanzable, pero que se hace presente en el hoy de la fiesta y se prolonga hacia una promesa de futuro en la esperanza. Una torta, las velas encendidas, el soplo de estar vivos/vivas y los sueños del deseo. El canto comunitario, el aplauso y el abrazo nos dicen ¡qué bueno que existas! Y en el reconocimiento del amor y el compañerismo que une, es posible descubrir un sentido al estar vivo/viva y encender el sentimiento fugaz de felicidad, aquí, ahora, juntos.
Iglesia doméstica
Es verdad, hoy las fiestas nos encuentran a resguardo. Sin embargo sigue siendo posible celebrar. También nuestra fe. Y aunque no podamos participar de los sacramentos en los templos, podemos celebrar la presencia bondadosa del Dios Trinidad en nuestras casas, la pequeña iglesia doméstica.
Pensar que su autocomunicación amorosa solo es posible a través de la liturgia en el templo, significaría encerrar a Dios en nuestros rituales. Contra eso nos previenen los profetas de antaño de múltiples formas, cuando el pueblo, aferrándose al culto del templo se creía dispensado de caminar humildemente con su Dios, practicar la justicia y amar con fidelidad (Mq 5,8, Is 58, 6-12) porque honraba a Dios con sus sacrificios.
Saliendo de los límites del templo, la Palabra se hizo carne llegando al extremo de sus posibilidades comunicativas, para darnos a conocer su íntimo misterio: es Amor condescendiente, que se dona para hacernos renacer, para que transformados/as podamos reflejarlo (2 Co 3,18). En Cristo, la palabra eficaz de Dios realiza lo que afirma y vuelto al Padre, su cuerpo, la Iglesia, los cristianos/as, animados por su Espíritu, celebramos su presencia, reunidos en su nombre. Lo que Jesús hizo y dijo en Palestina es reiterado, actualizado, en cada encuentro comunitario que Él mismo se ha comprometido a presidir: “donde hay dos o más reunidos en mi nombre, Yo estoy en medio de ellos” (Mt 18,20).
Por tanto, la donación amorosa y agraciante de Dios no queda reducida al ámbito sacramental. Este tiempo es una oportunidad para redescubrir la potencial sacramentalidad de lo cotidiano, que constituye el ambiente inmediato de nuestras vidas, el primer horizonte en el que se dan nuestras experiencias. Las experiencias que hemos vivido, aquellas que han sido interpretadas e integradas en nuestra manera de entender y comportarnos (Isasi Díaz, 2003).
Los y las creyentes somos conscientes de que la presencia desbordante de Dios acontece en todos los momentos de la vida y sabemos que no tenemos que esperar determinados tiempos ni dirigirnos a determinados lugares para vivir, e incluso expresar, la alegría de esa presencia constante de Dios con nosotros/as. Nuestra participación en la misión salvífica de la Iglesia, en razón del bautismo, se realiza en las propias condiciones de vida, no al margen de ellas (Lumen Gentium, 33)
Es nuestra oportunidad de ser creativos y creativas, para invocar la presencia de Jesús estando reunidos en torno a su Palabra, como nos recuerda Juan, “llega la hora en que los adoradores verdaderos adorarán al Padre en espíritu y en verdad” (Jn 4, 23).
La fiesta del encuentro
Apegarnos a lo conocido nos da cierta seguridad, pero no lamentemos lo que por ahora no podemos disfrutar. Tomemos la iniciativa. Los laicos y las laicas estamos ante un desafío: sumergidos en esta dinámica encarnatoria en la que hacemos presente el don fecundo del Dios de la Vida en la vida, somos invitados a descubrir la sacramentalidad de lo cotidiano. Allí, mirando con ojos nuevos la materialidad de las experiencias diarias podremos percibir de qué modo refieren a Dios. Porque en ellas Dios se dice y nos dice, con nuevos sentidos y virtualidades, trascendiendo los límites que nos son impuestos por las circunstancias y que decidimos libremente respetar.
En este momento tan peculiar se hace patente lo que el Concilio afirmaba años atrás: el clero sabe que no puede asumir solo toda la misión salvífica de la Iglesia, por eso reconoce la cooperación del laicado en la obra común (LG 30). En las casas, podemos asumir “la participación en el oficio sacerdotal de Cristo, en orden al culto espiritual para gloria de Dios y de los hombres” (Lumen Gentium, 34) presidiendo celebraciones de la Palabra, proclamándola y explicándola, invocando al Dios Trinidad que nos sale al encuentro, presentándole nuestros temores, ofreciendo los pequeños logros cotidianos. Poner en sus manos los vínculos heridos, compartir el pan en torno a la mesa diaria. Bendecirnos mutuamente, perdonarnos más de una vez. Preocuparnos de los mayores y acompañarlos con ternura. Despedir a los que hacen su pascua y darles la bienvenida a quienes nacen. Todas estas acciones cotidianas son signo eficaz del Amor de Dios y con ellas consagramos el mundo, nuestro mundo, a Él (Lumen Gentium, 34).
En este tiempo, el día a día es el lugar de la presencia de Dios en nuestras vidas. Los ambientes de la casa, las personas que la habitamos, los vínculos que nos unen y a veces nos distancian, los animales y las plantas con quienes compartimos el espacio y a quienes también cuidamos. Ese es el lugar donde hoy Dios sale a buscarnos. Habremos de generar entonces el momento para hacer allí mismo la fiesta del encuentro. Hoy nuestra espiritualidad ha de hacerse carne en la vida que se nos vuelve rutina, redescubriendo el valor de las pequeñas cosas, de los gestos sencillos y dando gracias a Dios por ellos, recordando que hacer fiesta rompe la monotonía. Hará falta dedicarle tiempo e incluso invitar a otros y otras a participar. Las redes nos ayudan. Estamos todos, como podemos, campeando el temporal.
Me gusta pensar que después de esta pandemia, nuestras celebraciones litúrgicas recogerán estas experiencias vitales. Así como la de los laicos y laicas que supieron generar y animar las celebraciones como protagonistas y no como espectadores. Habremos de pensar conjuntamente, clero, laicado y consagrados/as cuál será el impacto de la experiencia celebrativa de las iglesias domésticas en las liturgias comunitarias o si volveremos a ellas como si nada hubiera pasado, pensando que aquello fue solo un auxilio transitorio para salir del paso.
Cuando la vida se pone en juego, Jesús recorre su pascua liberadora junto a cada uno, cada una y con todos. Nuestras liturgias celebran su Vida y su entrega y con ellas las nuestras. Nadie nos ha robado la misa. Nadie puede robarnos los sacramentos. En este tiempo está en nuestras manos, en nuestros ojos y en nuestro corazón, recuperar la sacramentalidad escondida en lo ordinario, para que se vuelva extraordinario.