Juana de Arco es una figura marcada por la paradoja. Condenada a la hoguera en 1431 tras ser declarada hereje, apóstata e idólatra, fue rehabilitada años más tarde y elevada a los altares cinco siglos después. Su proceso –dice Benedicto XVI– es “una página desconcertante de la historia de la santidad”. Aunque no se conserva ninguna descripción de ella, su iconografía es abundante. Siendo una joven campesina iletrada, se trata de una de las mujeres mejor documentadas de toda la Edad Media. En este sentido, resulta paradójico que sean las actas de sus procesos de condena y rehabilitación las que nos hayan legado para la posteridad su pensamiento. Sus detractores, al querer condenarla, salvaron su memoria. Como advirtió irónicamente Charles Péguy al respecto, “es como si nosotros tuviéramos el Evangelio de Jesucristo redactado por el secretario judicial de Caifás y por el notario de las audiencias de Poncio Pilato”.
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Igualmente paradójico resulta que fuera Benedicto XV, el papa que luchó hasta la extenuación por evitar la confrontación en la I Guerra Mundial y cuyo empeño le mereció el sobrenombre de “papa de la paz”, quien declarara santa, el 16 de mayo de 1920, a esta suerte de “mística guerrera”. Su canonización, hace ahora un siglo, suscitó un renovado interés por la llamada Doncella de Orleans, declarada patrona de Francia. Sus dimensiones política, eclesial y mística han despertado la atención de plumas tan célebres como las de George Bernard Shaw, Mark Twain o el propio Péguy.
“Cada santo es una misión; es un proyecto del Padre para reflejar y encarnar, en un momento determinado de la historia, un aspecto del Evangelio” (GE 20), nos recuerda el papa Francisco. En el caso de Juana de Arco, la misión encomendada no fue poca cosa. En el difícil contexto de la Guerra de los Cien Años, que enfrentaba a los reinos de Francia e Inglaterra, recibió la singular misión de liberar Orleans y socorrer al rey de Francia: “Partid para la guerra y recuperad el reino de Francia”, escuchó en una de sus visiones. En esa peculiar misión, se esbozan los rasgos de toda auténtica vocación cristiana.
Fiel a su misión
“Nací para esto. Mi Señor me puso en este camino; Él me marcará el camino”, testimonió en el juicio que la llevó a la hoguera. Y durante su corta vida se mantuvo fiel a esa llamada y mostró su firme compromiso por llevar adelante su misión, pues Dios –dirá– debe ser “el primer servido”. De ella ha escrito la historiadora francesa Régine Pernoud que “representa la fe en su simpleza y también en su potencia”, una fe ardiente y lúcida. En un contexto muy distinto, y muy distante del nuestro en muchos aspectos y sensibilidades, su existencia nos recuerda hoy que todo cristiano está llamado a vivir su vida como vocación, abierto a esa llamada de Dios que le descubre su identidad y misión en el mundo.
“Uno de los aspectos más originales de la santidad de esta joven es precisamente este vínculo entre experiencia mística y misión política”, ha escrito Benedicto XVI. En ella encontramos una insólita mezcla de vocación activa y contemplativa que nos recuerda que “somos llamados a vivir la contemplación también en medio de la acción y que nos santificamos en el ejercicio responsable y generoso de la propia misión” (GE 26). Por ello, Ratzinger la describe como una mística, “comprometida no en el claustro, sino en medio de las realidades más dramáticas de la Iglesia y del mundo de su tiempo”, que, en una época convulsa, supo llevar la luz del Evangelio a las complejas vicisitudes de la historia. No en vano, el cardenal Danielou la llamó “la santa de lo temporal”. Juana de Arco fue una mística en acción, que nos recuerda que la fe entraña un compromiso político con el mundo. La suya es una vida que nos habla del auténtico misticismo y nos impulsa a preguntarnos cómo discernir la voluntad de Dios en medio de las complejidades de la historia y de nuestra vida.