Juan Pablo II es ya un papa centenario, con un legado incuestionable. Lo demuestran su papel en el devenir de la esfera internacional en la segunda mitad del siglo pasado o su pastoreo de la Iglesia universal desde su personal visión del Concilio Vaticano II, con apuestas tales como los encuentros de las familias y los jóvenes.
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Reconocer su magna santidad no implica eludir que, como le sucede a cualquier persona, en su gestión y pastoreo también existieron claroscuros que le humanizan y ponen de relieve precisamente su entrega inquebrantable en grado heroico en medio de la fragilidad de todo cristiano pecador. En esta misma línea, tampoco tendría sentido condenar o derrocar un pastoreo poniendo el foco en los errores sin ponderación alguna.
De la misma manera, resulta insensato a todas luces ofrecer una mirada rupturista entre su pontificado y el de Francisco, invalidando a uno para ensalzar al otro, como hay quien se empeña en hacer creer. Esta concepción partidista de la vida eclesial implicaría negar la acción del Espíritu Santo, que sopla, actúa y conduce en el día a día a la Iglesia y que sabe qué pastor necesita el Pueblo de Dios en cada instante, ya sea polaco, alemán o argentino.