Celebramos el 5º aniversario de la publicación de la encíclica Laudato si’. Tan solo han sido cinco años y sorprende gratamente ver cómo el impulso misionero –en una parte de la Iglesia, comprometida con la salvación integral, espiritual-material, de la “gran familia humana” que habita una “Casa común”– va permeando espacios inimaginados de la celebración litúrgica, la forma de organización y el pensamiento de tantos católicos (y no tanto) en el mundo.
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Mirando hacia atrás, es evidente que la encíclica marca un punto de inflexión en la vida de la Iglesia, en lo que refiere a nuestro entender la relación de los seres humanos con el mundo natural, la creación. Prácticamente hasta el Vaticano II, entendíamos la naturaleza como un escenario inmóvil, pasivo, sobre el cual las sociedades humanas desplegaban su guión sobre las vidas de los seres humanos, de progreso y bienestar, salpicado a veces por escenas de violencia y guerra.
Se aceptaba sin cuestionamiento que la naturaleza, la tierra, estaba allí, indemne, prístina como en los orígenes narrados por el Génesis, sosteniendo o soportando los actos; recibiendo los golpes agresivos sin perturbarse; o proveyendo inexorablemente los bienes “infinitos” que la trama de la historia demandaba.
Los nuevos aires del Vaticano II animaron el despertar de la conciencia de justicia en el Pueblo de Dios, quien gradualmente integró el cuidado de la creación a su opción preferencial por los pobres en su búsqueda de acercar el Evangelio y su justicia al mundo de hoy.
Un camino que se prolongó por algo más de cuarenta años. ‘Laudato si’’ es la cima de este proceso eclesial de toma de conciencia de que la justicia cristiana es ecológica, puesto que la vocación humana ha sido siempre “cultivar y cuidar” el jardín donde hemos sido puestos por el Creador (Gn 2,15).
Por ello, la fe en la resurrección se expresa con la tensión de una espera activa: entre la esperanza de “un cielo nuevo y una tierra nueva” en donde “ya no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor” (Ap 21, 1.4) y el tiempo presente de “cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis”, incluyendo las criaturas (Mt 25,40). Hoy es innegable que la tierra sufre tanto como los seres humanos.
En apenas cinco años, parte de la Iglesia se ha repensado misionera en un mundo en llamas. Grandes desafíos globales apuran la humanidad como, por ejemplo, el cambio climático, la brecha creciente entre los más ricos y los más pobres (inequidad planetaria), y los migrantes. Es tiempo de actuar. Por doquier hay resurgimiento o vigorización de movimientos globales y organizaciones sociales y eclesiales en defensa de los derechos de la tierra y de los seres humanos más vulnerados.
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