Vivimos un tiempo que puede parecer triste y sombrío. Los miedos, el aislamiento, la soledad, la incertidumbre sobre el futuro… golpean nuestra vida. Esta situación de confinamiento y pandemia se ha visto enmarcada en el tiempo litúrgico de Cuaresma y de Pascua. Un camino en la fragilidad y vulnerabilidad que nos abre a la esperanza.
No se trata de una fórmula mágica que hace desaparecer los problemas. No, no es eso la resurrección de Cristo, sino la victoria del amor sobre la raíz del mal, una victoria que no “pasa por encima” del sufrimiento y la muerte, sino que los traspasa, abriendo un camino en el abismo, transformando el mal en bien, signo distintivo del poder de Dios.
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Como hermana hospitalaria, el trabajo en favor de la persona enferma y vulnerable es evangelizar desde nuestra propia vida. No consiste en hablar, sino en mostrar el evangelio de la entrañable misericordia de Dios a quienes sufren en lo más íntimo de su ser y somos testigos de que el Cristo compasivo y misericordioso del Evangelio permanece vivo entre los hombres de hoy. Como María, aprendiendo de su firmeza y perseverancia al pie de la cruz, nosotras aprendemos a permanecer hasta el final junto a la persona que sufre, acompañando su dolor y soledad.
Transmisores de paz
Cada cristiano llevamos en nuestro corazón la esperanza que brota de la fe en Cristo muerto y resucitado y esto lo compartimos y vivimos en nuestro camino de seguidores de Jesús. Él abraza nuestras fragilidades y las transforma en oportunidades, nos hace hombres y mujeres nuevos. Vivir la Pascua de Jesús nos confirma que Dios puede ayudarnos a vivir el dolor, el sufrimiento y la muerte desde otra perspectiva, al mismo tiempo que nos capacita para ser testigos y transmisores de consolación y de paz en el mundo.
Es la esperanza que nace del resucitado la que nos permitirá permanecer junto al hermano y amar aun con riesgo para nuestra vida. La esperanza que es don que emerge donde ya no llegan nuestras fuerzas ni nuestros recursos y que nos empuja a amar sin condiciones.
Comentaba con algunos laicos que estaba escribiendo sobre cómo ser testigo de esperanza en nuestro hacer pastoral. Y me vi sorprendida con estas palabras: “Vuestra vida es signo de esperanza”; unas horas después tenía estas letras en mi correo: “Una Hermana Hospitalaria es testigo de esperanza en medio del sufrimiento a través de los cinco sentidos. Con la escucha: atenta y activa. Con la mirada: siempre cariñosa y dulce. Con el gusto: cada comunidad es un hogar. Con el olfato: para captar cuál es la herida que llevamos. Con el tacto: sabe expresar el afecto con un abrazo, una caricia… ¡qué bueno sentir una mano que se aferra fuertemente a la tuya sintiendo que estamos juntos, tu dolor es mi dolor, tu sufrimiento es mi sufrimiento!”.
Si en cada situación que nos toca vivir estamos llamadas a ser portadoras de esperanza para tantos hermanos que sufren, el momento actual nos está pidiendo un plus desde el servicio hospitalario que realizamos. Desde los gestos más sencillos hasta el compromiso de arriesgar en ocasiones la propia salud.
Un compromiso que va más allá de la propia comunidad religiosa, son muchos los colaboradores implicados en prodigar una atención integral a la persona enferma priorizando el “cuidado” asistencial y espiritual. Acompañar, contemplar, escuchar, acoger, compartir, orar… es lo que hoy más que nunca nos pide esta sociedad para ser testigos de esperanza.