El primer día que me tocó ir al Palacio de Hielo fui nervioso. No sabía lo que me iba a encontrar. Lo que hasta entonces habían sido titulares de periódicos, o estadísticas en los informativos, ahora iba a ser experiencia personal. Intentaba imaginar mi paso por los diferentes controles de acceso, para hacer mi servicio.
Jesús “lloró al ver Jerusalén” y a mí se me llenaros los ojos de lágrimas en esa pista helada cubierta de ataúdes. La visión de la pista llena de vidas apagadas y saber que iba en nombre del Dios de la vida, acompañado y sostenido fuertemente por Dios amigo de la vida.
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Ser del equipo de sacerdotes que hemos acompañado diariamente con nuestra oración a las vidas que allí se concentraban, será uno de los recuerdos inolvidables grabados en mi mente y en mi corazón. Nuestra parroquia se encuentra a menos de cinco minutos del Palacio de Hielo, por eso nos pidieron esta colaboración.
Y dónde se nos necesitaba era allí, junto a los cadáveres, con nuestro testimonio y nuestra fe. La fe de la Iglesia orante, contemplativa, silenciosa, que, en medio del bullicio de los furgones funerarios, enciende la luz que hace brillar toda oscuridad
Activar el corazón
El tiempo que estábamos era muy breve, apenas 12 minutos, lo suficiente para activar el corazón y sentir la compasión con la que Dios se acerca a la humano. Haciéndome consciente que esos “ropajes de leña seca” eran el envoltorio de unas vidas convertidas en obras de arte, en manos del Buen Alfarero. Historias llenas de nombres, de paisajes, de risas, de llantos, de amor cotidiano.
Me conmovió profundamente la sensación de helor, 4º bajo cero, de falta de vida, que contrastaba con la emoción y el calor que da la fe. Con profunda atención rezaba en voz alta los diferentes pasos que el ritual de exequias ofrece para acompañar el responso. Pero las circunstancias les daban a las palabras, a los gestos, a los ritos una profundidad. “El que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá”; “¡Soy la Resurrección y la Vida!”.
Nosotros no conocíamos nombres, ni apellidos, ni lugar de procedencia, ni género, ni edad. Pero los sentimos como nuestros hermanos y hermanas. Eran de los nuestros. Esa capacidad de ensanchar el corazón, de sentir como propio el dolor ajeno, es uno de los regalos que más reconozco que me ha dado seguir a Cristo. Los días de visita al Palacio eran puro deseo de amar. A las familias, que con tanta angustia han vivido la falta de información sobre el paradero de sus familiares fallecidos.
Al personal de las fuerzas de seguridad, de la policía, de la UME. Yo saludaba a todo el mundo, con una actitud sincera de agradecimiento, de cercanía, de valoración, de reconocimiento del esfuerzo conjunto por cuidar, velar y acompañar a tantos difuntos durante las largas jornadas de trabajo y de guardia. La experiencia de esos días me deja convencido que Dios “cambiara nuestro luto en danzas”.