Con esta frase termina la bella canción ‘Los juguetes y los niños’, escrita en 1973 por Vivencia, el genial dúo de rock argentino. Es una canción que me gusta mucho, pero que siempre me deja un sabor a tristeza al imaginar sus actores. También, me hace pensar el mensaje de fondo que deja la letra.
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Esa letra describe la vidriera de una juguetería en un clima frío. Del lado de adentro están impacientes los dueños del negocio esperando vender los juguetes de la vidriera y, del lado de afuera niños que suspiran y sueñan con tener esos juguetes, para ellos, inalcanzables. Esos juguetes ven el sufrimiento que sienten los pequeños porque se empaña la ilusión de poseerlos y por eso se preguntan “con tantos niños afuera ¿Qué hacemos en la vidriera?”.
Escuchándola, en una primera instancia, pensamos en la pobreza de muchos niños y el deseo de tener un juguete, quizás nos remitamos a la propia infancia y recordemos alguna vez que pusimos nuestras narices en contra de una vidriera, ilusionados con tener determinado juguete que se convertía en un pasaje a la felicidad.
Algún socialista o un economista, podría ver una administración de mercado en donde todos los bienes tienen un precio (distinto del valor) y hay que pagar por tener esos bienes, de lo contrario, al no tener el dinero para comprarlos nos quedamos fuera; mirándolos y convenciéndonos de que nunca podremos tenerlos. Bienes escasos para una demanda abundante. El frío de fondo le da un escenario de desamparo y soledad.
La Iglesia, tras el vidrio
Con el paso del tiempo, después de leer la ‘Evangelii gaudium’ y de escuchar muchas veces la canción, se me dibuja la figura de nuestra Iglesia, encerrada tras un vidrio, autoreferente, mirando la realidad desde la seguridad, haciéndose buenas preguntas, generando diagnósticos pero sin dar respuesta. Como la canción que describe lo que pasa, lo que conversan los juguetes, lo que hacen los niños y termina con una buena pregunta. Pregunta sin respuesta.
Pido perdón si hiero o juzgo demasiado. Muchas veces me duele ser una Iglesia de pecera, de vidriera. Miramos a través de un vidrio y no nos animamos a salir a la fría realidad, pescamos en la pecera, animamos desde atrás del vidrio. Como que le tuviéramos miedo a la realidad, a los pobres, a los desamparados. Vemos lo que pasa, le ponemos nombre y hasta lo institucionalizamos pero no nos mezclamos con esa fría realidad. Nos hacemos preguntas que tienen respuesta pero no la damos, o la damos mal. A los pobres los mal llamamos humildes y humildad es la verdad, es llamar a las cosas por su nombre. No está mal que la Iglesia se centre en los pobres, es su misión, pero creo que hay que ampliar la semántica, pobre no solo es el carenciado material, es también el carenciado espiritual, el carenciado moral. Pobreza es también no tener experiencia de Dios.
Me parece que el fondo de este encierro es que no nos animamos a anunciar a Cristo resucitado, que no confiamos en el Espíritu Santo, que no nos dejamos “misericordear” por Dios. Si no nos apropiamos de esas gracias somos muñecos que nos manejan y nos ponen un precio; el precio del aparentar, del disfrutar, del tener, del consumir. Si no miramos con corazón agradecido el don y la tarea de ser Iglesia seguiremos temerosos, cómodos tras de un vidrio que nos separa de quienes nos desean, nos llaman, nos miran buscando que le llevemos alegría y esperanza. La alegría y la esperanza que dura para siempre, que alimenta sueños e ilusiones.
Somos hijos de Dios, su imagen y semejanza. Muchos buscan sinceramente un profeta, un modelo por el que valga dar la vida; un “alguien” que les traiga vida en abundancia frente al frío de la pobreza y el desamparo.
Entonces, con tantos sedientos afuera… ¿qué hacemos en la vidriera?