Hay santas y santos a quienes todo el mundo cree conocer, por el mero hecho de haber leído alguna frase o de haber escuchado contar ciertos episodios de su vida. Ocurre, por ejemplo, con santa Teresa y su célebre adagio: “Entre los pucheros anda el Señor”; o con san Francisco de Asís, que se revolcó desnudo en la nieve para luchar contra la carne y sus tentaciones. El día que nos aventuramos a acercarnos de verdad a estos personajes descubrimos que no sabíamos casi nada, aparte de esos clichés que circulan en las tradiciones y en las redes.
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Con Carlos de Foucauld sucede algo muy parecido. Su nombre evoca inmediatamente la oración de abandono, la imagen del desierto y la vaga idea de una conversión ‘tumbativa’ precedida por una juventud tumultuosa. Ahora que el papa Francisco ha decidido canonizarle, quince años después de que fuese beatificado en 2005, puede ser una buena oportunidad para profundizar en la vida y en el mensaje de este nuevo santo. Recordemos que una canonización no es una condecoración póstuma que coloca en los altares a un creyente extraordinario, sino una humilde señal en la que toda la Iglesia está invitada a leer algún rasgo particular de Cristo y del Evangelio.
Vínculos familiares
Varón, francés, huérfano, aristócrata, militar, explorador, trapense, ermitaño, sacerdote, lingüista, misionero, hermano universal… Cada una de estas dimensiones dejará sus huellas en la personalidad y en la santidad de Carlos de Foucauld, nacido en Estrasburgo (Francia) en 1858 y asesinado en Tamanrasset (Argelia) en 1916. A los seis años, él y su hermana Mimí se encuentran huérfanos de padre y madre, y son educados con gran cariño por sus abuelos maternos. Carlos mantendrá, a lo largo de toda su vida, un vínculo muy estrecho con su familia, manifestado en una amplísima correspondencia.
Después de haber perdido la fe durante la adolescencia y de ser expulsado del liceo de los jesuitas, se embarca en una carrera militar de la que muy pronto se aburre. Lleva una vida de cierto desenfreno durante un corto período de tiempo, aprovechando la herencia de una inmensa fortuna. Sin embargo, su espíritu curioso y aventurero le incita a realizar un viaje de exploración en Marruecos, cuyos brillantes resultados le valdrán a su regreso el más alto reconocimiento de la comunidad científica.
Fe e itinerario interior
La fe de los musulmanes que conoce durante este viaje le interpela profundamente. De vuelta en París, el testimonio de ciertas personas inteligentes y espirituales, especialmente su prima Marie de Bondy, le mueve a acercarse a la Iglesia y a murmurar en lo profundo de su corazón: “Dios mío, si existes, haz que te conozca”. La relación con el padre Huvelin, que se convertirá en su acompañante espiritual hasta la muerte de este, tendrá un peso fundamental en su conversión y en su decisión de entregarse completamente a Dios.
El itinerario interior de Carlos de Foucauld atraviesa parajes muy diversos, pero se dirige siempre en la misma dirección: Jesús de Nazaret, a quien Carlos desea ardientemente imitar, primero de forma literal (en la pobreza radical de la Trapa o como criado de las clarisas en Tierra Santa) y después de maneras cada vez más encarnadas, sencillamente como “hermano” entre los tuaregs y los militares franceses en Argelia. Seducido por el misterio de la vida oculta de Jesús en Nazaret, Carlos se dejará conducir al desierto del Sáhara, no para aislarse del mundo, sino para compartir con los últimos el tesoro que ha transformado su existencia. (…)