“La Iglesia manifiesta su maternidad cuando, además de llamar y reconocer la idoneidad de los que han sido llamados, provee para que estos tengan una formación adecuada, inicial y permanente, y para que sean acompañados a lo largo del camino de una respuesta cada vez más fiel y radical” (Documento Congreso vocaciones sacerdotales y religiosas, 1997).
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Pero ¿en qué consiste, hoy, realmente la maternidad de la Iglesia y quién la ejerce? Si el papa Francisco ha afirmado con fuerza que la Iglesia es mujer, ¿por qué este componente femenino es precario? ¿Y por qué no está prevista una parte femenina en la formación sacerdotal? Preguntas a las cuales quisiéramos dar una respuesta. El Papa ha declarado que “en la presencia y en el ministerio de los obispos, presbíteros y diáconos podemos reconocer el auténtico rostro de la Iglesia: es la Santa Madre Iglesia jerárquica. Y, verdaderamente, a través de estos hermanos elegidos por el Señor y consagrados con el sacramento del Orden, la Iglesia ejerce su maternidad” (5 de noviembre 2014).
Sin embargo, si no fuera así, detrás de esta “maternidad” masculina está la Virgen María, Madre de la Iglesia (Lumen gentium 63) y madre espiritual, que, en el Espíritu Santo, genera continuamente a Cristo y a todos los bautizados. De María deriva toda maternidad. María es mujer y es el ejemplo más precioso y elocuente de la “feminidad” que “cuando no está, la Iglesia pierde la verdadera identidad y se convierte en asociación de beneficencia o en un equipo de fútbol o cualquier cosa, pero no la Iglesia” (21 de mayo 2018).
Paradójicamente la Iglesia –o la jerarquía– desmiente al Papa, porque de femenino del cual estar orgulloso hay bien poco, y no por voluntad de las mujeres. El Código de Derecho canónico establece la igualdad de todos los fieles en “la dignidad y acción” (208) y evidencia el derecho de adquirir el conocimiento de la doctrina cristiana para anunciarla y defenderla (229); pero después decreta “solemnemente” que “los varones laicos” pueden acceder “el ministerio estable de lector y acólito” (230 §1). Estamos hablando de ministerios “ordenados” que prohibirían a la mujer acceder libremente a la proclamación de la Palabra de Dios.
Las mujeres serían “lectores de hecho”, o sea encargadas de suplir la falta de lectores ordenados. Gracias a Dios la CEI en un documento del 1973 estableció que estos “se conviertan en ministerios más ampliamente distribuidos dentro del pueblo de Dios”. Pero la realidad canónica permanece. Por eso es deseable una profunda renovación del derecho de la Iglesia que contemple finalmente los derechos de la mujer “derecho de bautizada con los carismas y los dones que el Espíritu le ha dado” (Francisco, 12 de mayo 2016).
Los carismas de las mujeres son muchos y no pueden subestimarse. Pero, evidentemente, no es el de estar presente en la formación de futuros sacerdotes. El “genio femenino”, de hecho, no es así cuando se habla de sacerdotes. Últimamente entre las mujeres –las teólogas y las más comprometidas en la Iglesia– esta expresión se considera un ad captandam benevolentiam, y no erróneamente. Según un estudio de 2014, hay unas dieciocho mujeres que enseñan en institutos teológicos y solo una en el seminario. Y hay más.
En la encuesta, algunas dijeron que encontraron obstáculos en la formación “por parte de algún profesor que no admitía que una mujer estuviera estudiando Teología Bíblica”; e incluso en la enseñanza de “haber sido exonerada al ser boicoteada por el grupo de estudiantes seminaristas” (Carmelina Chiara Canta, ‘Las piedras descartadas. Investigación sobre las teólogas en Italia’, Franco Angeli Edizioni, 2014).
Un desafío
¿Qué representa la figura femenina para seminaristas y sacerdotes? Juan Pablo II subrayó la profunda unión que existe entre el sacerdote y la mujer, por lo que “para vivir en el celibato de modo maduro y sereno, parece ser particularmente importante que el sacerdote desarrolle profundamente en sí mismo la imagen de la mujer como hermana” y madre, las dos dimensiones fundamentales de la relación entre mujer y sacerdote. “Si esta relación se desarrolla de modo sereno y maduro, la mujer no encontrará particulares dificultades en su trato con el sacerdote” (Carta a los Sacerdotes 1995).
¿Pero no será que las dificultades se encuentran en la otra vertiente? Se tiene, de hecho, la percepción de que los jóvenes aspirantes a sacerdotes son educados en el “distanciarse” del otro sexo, o incluso a discriminarlo una vez llegados a la parroquia. Si bien la ‘Ratio formationis’ del 2016 es clara: “La presencia de la mujer en el proceso formativo del seminario, entre los especialistas en el ámbito de la enseñanza, del apostolado, de las familias o del servicio a la comunidad, tiene por sí misma un valor formativo” (151).
El documento es explícito, pero visto que mujeres que desarrollan tareas de “humilde servicio” ya hay, se debería incluir en los recorridos formativos tanto teológicos como no. Este es el desafío por el momento, que pasa a través de una conversión cultural si no incluso evangélica: Jesús nunca discriminó a las mujeres, ha hablado con ellas y las ha destinado al anuncio. Si los sacerdotes las discriminan, ¿cómo podrán encarnar a Cristo en su vida y en el ministerio?