Estamos viviendo en un tiempo “marcado por la incertidumbre”. Desde que la pandemia comenzó, esta expresión ha sido una de las más utilizadas y escuchadas. El virus del Covid-19, novedoso y profundamente agresivo, genera miedo (al contagio, a la enfermedad, a la muerte), temor a lo desconocido, angustia frente a las consecuencias personales y sociales que pueda acarrear. Miedo, temor, angustia, desesperación, orfandad son todas emociones muy justificables frente a algo tan sorpresivo y peligroso.
- LEE Y DESCARGA: ‘Un plan para resucitar’, la meditación del papa Francisco para Vida Nueva (PDF)
- Consulta la revista gratis durante la cuarentena: haz click aquí
- Toda la actualidad de la Iglesia sobre el coronavirus, al detalle
- Regístrate en el boletín gratuito y recibe un avance de los contenidos
Pero cuando vinculamos las reacciones frente a la pandemia con el reinado de la incertidumbre ya pasamos del plano emocional al de los esquemas mentales y las consiguientes estructuras personales y sociales sobre las que asentamos nuestras vidas. La expresión “vivimos en un tiempo de incertidumbre” es una elaboración conceptual derivada, entre otras cosas, de las vivencias y de las narrativas para explicarlas. Es un posicionamiento frente a la realidad que merece ser abordado desde diferentes puntos de vista, con el propósito de aclarar perspectivas y visualizar hacia donde nos conduce.
Si el Covid-19 hace patente la incertidumbre puede inferirse que antes de su aparición existían certezas, es decir “conocimiento seguro y claro de algo”. Cuando decimos, “esta situación nos llena de incertidumbre”, necesariamente dejamos entrever que antes existían certezas vitales que el virus ha hecho desaparecer, o al menos cuestionar severamente. La primera tarea a realizar, entonces, más que hablar de la incertidumbre causada por la presencia del virus es preguntarnos cuánta certidumbre (certezas) teníamos de la vida antes de la pandemia, qué nos parecía cierto –y en buena medida, seguro- antes del Covid-19… ¿Es que en nuestra vida personal, cotidiana y sencilla, apareció la incertidumbre o, en verdad, se han derrumbado aparentes certezas?
Si nada nos parecía contar con un grado de certeza respetable, la incertidumbre ya reinaba y solo se ha agregado un factor más. ¡Qué factor, por supuesto! De alto impacto, como todo lo sorpresivo, y con una fuerza apabullante porque nos conduce hasta el abismo mismo de la existencia. Resulta casi paradójico que muchos pensadores que sostienen la inexistencia de certezas hablen de este tiempo de pandemia como una época de incertidumbre. ¿O es que se han encontrado con varias certezas que antes desconocían o pretendían ignorar? Por ejemplo, la energía indescifrable de la naturaleza, los límites del conocimiento humano, la imprevisibilidad (que no es lo mismo que la incertidumbre) de las contingencias históricas que modifican senderos que parecían claros, el carácter transitorio y finito (por lo tanto, angustiante) de todo lo que vivimos…
El derrumbe de las certezas
Si lo que descubrimos es que lo novedoso es la incertidumbre y sentimos su impacto en nuestros cuerpos y en nuestros espíritus, lo que estamos viviendo es el derrumbe de certezas, que han demostrado estar construidas sobre arena (cf. Mt 7, 24.27). ¿Cuáles eran esas certezas que ahora han sido reemplazadas por la incertidumbre? ¿La certeza del progreso indefinido de la humanidad? ¿La certeza de tener a la mano la juventud prolongada? ¿La certeza de que la vida se extendería y hasta podríamos resolver el “problema técnico” de la muerte? ¿La certeza de lo políticamente correcto y lo económicamente posible como vías irreductibles del pensamiento único y homogeneizador? En definitiva, ¿sobre qué habíamos construido nuestra vida para que de repente todo sea incertidumbre?
El concepto de incertidumbre no es nuevo. Por el contrario se viene utilizando con mucha frecuencia en ámbitos académicos, políticos, de gestión y de animación. Hasta forma parte de un acrónimo muy famoso para caracterizar el mundo del siglo XXI: V.I.C.A. (variable, incierto, complejo y ambiguo). Sin embargo, aunque a la incertidumbre la tuviéramos clara y nítida en teoría como un elemento de la estructura global, recién la percibimos cuando nos impacta directamente en nuestras entrañas, a causa de la presencia peligrosa y letal de una entidad microscópica. Como dice el refrán, “del dicho (la incertidumbre como concepto) al hecho (ver que se derrumbaron mis certezas y que reina la incertidumbre) hay mucho trecho”. No nos gusta vivir en la incertidumbre, porque nos angustia enfrentarnos con nuestra vulnerabilidad y con nuestras limitaciones, la más honda de las cuales es la muerte. Todo esto nos puede sonar tan absurdo desde el punto de vista existencial que, como dijo Camus, “no hay sino un problema filosófico realmente serio: el suicidio”, es decir el (no) sentido de la vida.
Para eludir ese camino todas las personas deseamos tener control sobre los procesos, las causas y los efectos de nuestra vida, todos deseamos percibir con claridad los parámetros donde movernos día a día, año tras año, con lo cual, consciente e inconscientemente, pretendemos limitar la esfera de lo incierto a los imponderables excepcionales, a los accidentes. El Covid-19 llegó de manera tan imprevista y con tal fuerza que nos ha vuelto a demostrar a la Humanidad que lo excepcional es el control, que lo que considerábamos cierto, seguro y claro ocupa un campo limitado en la existencia. Queramos o no, la pandemia nos obliga a enfrentarnos a la angustia propia de la vida. Angustia proviene de “angostura”, es decir estrechez, y algunas de sus acepciones es aprieto, sofocación, temor, sensación de opresión. Todos la sentimos en nuestra vida: algunos la explican frente a la nada; otros por el temor a perder el control; hoy quizás la experimentamos porque un virus microscópico ha establecido una rendija en nuestra aparente seguridad. Esta generación de 2020, ¿nos habremos dado cuenta que pretender asentar la vida sobre las bases del control es una tarea vana? ¿Podremos comprender que organizar el mundo sobre la lógica del control, cualquiera sea su perspectiva de origen, y pretender que de esa forma funcione adecuadamente es una tarea insensata?
Acción – gratuidad – donación
Hace muchos años, Fito Páez nos decía que “es necesario actuar para vivir”. Para esta actuación, en este tiempo y en este lugar concretos, el guión no viene dado (es decir, no es ni cierto ni seguro ni claro) sino que cada persona, cada pueblo, cada generación humana lo va escribiendo a medida que vive, por lo tanto su trama y su desenlace siempre es incierto. Lo usual es la incertidumbre, lo excepcional es la certidumbre; siempre, no solo en esta pandemia, sino en cada momento y por la propia naturaleza de la vida. Actuar la vida mientras somos autores de su guión es un desafío hermoso, fascinante, vulnerable, indeterminado, poco controlable, incierto. Pretender controlar la vida es inútil porque “el viento sopla donde quiere, y tú oyes su silbido, pero no sabes de dónde viene ni adónde va.” (Jn. 3,8)
La pandemia pasará en algún momento, pero no por ello desaparecerá la incertidumbre. No hay forma de construir certezas y de lidiar con la incertidumbre innata de la existencia si persistimos en la lógica del control. Necesitamos asumir otra lógica: la de la gratuidad y la donación. “Todo cuanto te rodea lo han puesto para ti”, proclamaba Serrat. Todo está puesto para que los seres humanos lo disfrutemos juntos, no para que pretendamos controlarlo, porque así como el viento sopla y va donde quiere, “lo mismo le sucede al que ha nacido del Espíritu” (Jn. 3, 8), es decir a la vida humana. No estamos llamados a controlar lo que se nos ha regalado, sino a compartirlo y dotar entonces a nuestras vidas de un argumento bueno, basado en el amor, atento al dolor de cada persona para actuar en consecuencia, para construir fraternidad. ¿De esta forma seremos invulnerables? No. ¿Tendremos garantizado un camino seguro, tranquilo y sin dolor? No. ¿Nos evitará la muerte? No…. Pero nos permitirá valorar mejor lo que somos, dotar a nuestras opciones de un sentido más simple y honesto, construir relaciones más armónicas, descubrir lo esencial de la vida, dotar a nuestro caminar de una esperanza que no defrauda. Es una potencia que anida en el corazón de toda persona, que solo requiere que nos liberemos de la lógica del control y de las efímeras certezas, asumiendo la indeterminado y el reto de aquello por construir.
Si logramos ver la incertidumbre con los ojos de la fe, edificando nuestra vida sobre la roca de la gratuidad y la donación podremos percibir mejor la acción, cotidiana y silenciosa, de Dios (que es Amor) en la Historia, sabiendo que está con nosotros “todos los días hasta el fin de la Historia” (cf. Mt 28, 20) y que ha roto definitivamente los límites de la angustia existencial porque nos ofrece vida en abundancia para buenos y malos, incrédulos y creyentes, para todos sus hijos. Y así podremos proclamar con San Pablo: “Tengo la certeza de que ni la muerte ni la vida, ni los ángeles ni los principados, ni lo presente ni lo futuro, ni los poderes espirituales, ni lo alto ni lo profundo, ni ninguna otra criatura podrá separarnos jamás del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor.” (Rm 8, 38-39)