Hace unos días, con motivo de mi cumpleaños, un hermano me saludó con un audio por WhatsApp y me dijo que en la vida había dos fechas importantes: el día del nacimiento y el día en que sabemos para qué nacimos. Confieso que inmediatamente me interpeló y mientras seguía escuchándolo, me pregunté cuál había sido ese día en mi vida. Cuál era el día bisagra, el que marcaba un antes y un después.
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Inmediatamente, sin tener tiempo de pensarlo, vi las manos del padre Roberto, −sacerdote que me dio la primera comunión− y escuché sus palabras que quedaron grabadas para siempre en mi corazón: “Lucrecia, este es el Cuerpo y la Sangre de Cristo”. Y mi corazón dijo: “¡nací para comer a Jesús!”.
Sentí que esa confirmación, de esta manera, así como se dio en este día, era el mayor regalo para este cumpleaños, retroactivo a todos los pasados y para los que puedan venir. Fue algo que si bien ya sabía, nunca se me había formulado interiormente de esa manera. Algunos dirán que fue una iluminación. Yo creo que si bien puede ser, todo es fruto de la gracia bendita de Dios que no se cansa de abrir a la inmensidad el corazón de sus hijos.
Recuerdo que cuando era niña me preguntaban qué quería ser cuando fuera grande. Luego, en la adolescencia continuaba la pregunta pero de manera solemne porque había que elegir una profesión. Esas preguntas buscaban el rigor de una respuesta acorde a las necesidades de los encuestadores de turno, dando por sentado que de la misma debía surgir una vocación, un futuro de éxito, un compromiso con la sociedad y el prójimo. Y estaba bien plantearlo, pero quizá había una imposibilidad para responderlo. La pregunta es ¿de qué se alimenta a los pequeños y a los adolescentes para que puedan responder cierta y tempranamente estas preguntas?
Un huésped en el corazón del hombre
Es habitual entre las personas pensar que nacimos para grandes misiones, para ser felices, para vivir bien y todo eso está bien. Pero ya sabemos que el corazón de la persona humana desea más y ansía respuestas acordes al concierto al que estamos invitados para que el espíritu –ese espacio tan olvidado del ser en estos tiempos− se levante en libertad y dignidad con su propio pulso. Porque el pulso −el tuyo, el mío y el de toda persona− es la base del ritmo sobre el que se instala la música con sus silencios, su armonía y todos sus matemáticos secretos.
El Cuerpo de Cristo es el alimento por el que nuestro pulso se mantiene firme, constante y en equilibrio. El corazón del Señor se hace nuestro corazón. Y los latidos comunitarios adquieren carácter de orquesta.
En el cuerpo de Jesús están las respuestas a todas las preguntas. Esas que anidarán en el corazón de la persona humana en cualquier tiempo del mundo y a la eternidad para que la humanidad siga sostenida por el amor, la verdad, la bondad y la belleza, más allá de cualquier situación o desafío.
Nací para comer a Jesús y hoy, día de Corpus Christi de junio de 2020, tiempo en que no podemos acceder sacramentalmente a la Eucaristía, sostengo sin dudar que es su sagrado alimento el que -siendo de cuna evangélica- me trajo a la Iglesia católica y me hace vivir en profunda comunión espiritual con el mundo entero sufriente.