Una de las grandes tentaciones presente siempre en la historia del ser humano es ser omnipotente y a veces omnipresente.
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Qué majestuosa es la creación cuando en cuestión de horas todo se vuelve caótico a la luz del “controlador”… Si un virus nos metió en casa y frenó el mundo por unos instantes (donde los más conscientes por cierto llevan meses y los menos responsables sólo les duró unas horas o quizás días, mientras el miedo se hizo presente, o la mucha ciencia les hizo sentir que no había peligro), ahora los fenómenos naturales nos hacen sentir como el hombre de las cavernas: una majestuosa tormenta eléctrica, una nube de arena que viene desde el otro lado del mundo, un esperado temblor con aroma a añoranza y hasta la amenaza de un tsunami; qué breve es la historia del hombre de las cavernas, que desde que descubrió el fuego, hasta la construcción de una tecnología incomprensible pero fascinante, sólo ha pasado un parpadeo… pero apenas sopla o tiembla y volvemos al resguardo de la dinámica primitiva: la cercanía: ¿Seguridad, protección, instinto?
El confinamiento lo sobrellevamos con mucha audacia creativa y hasta las Apps ya son pan comido para todas las generaciones, ya no hay diferencia entre un Baby Boomer a un Centennial; sin embargo, un temblor nos recuerda que estar con el otro (y no necesariamente físicamente: “sana distancia”) es la manera de afrontar el asombro de lo que no podemos controlar, la fragilidad de todo nuestros avances cae, pues basta un instante sin luz para que toda red se caiga y entre un pánico colectivo… por un fenómeno físico, nuestro resguardo personal y confinamiento social y un paso de cercanía al otro, fuimos capaces de volver a mirar rostros; pero sobre todo en el fondo sabíamos que si hacía falta, haríamos lo necesario por ayudar: el cuidado común forma parte de lo más profundo de nuestro ser.
La generosidad ha de ser heroica, organizada y sobre todo comunitaria; la generosidad se despierta cuando nos asombramos del entorno, y nos percatamos de lo que está y de lo que no debería de estar.
El asombro nos impulsa el sentimiento más fuerte de actuar, el asombro nos desanestesia de la rutina a la que fácilmente nos adaptamos y peligrosamente nos instalamos.
“En la brisa suave” que permea, empapa y penetra: ahí está Dios. Muchas veces es imperceptible, pero negarla es perder la capacidad de SER. Cuánto más frágiles, más libres; donde hay libertad, hay disposición; donde hay disposición, hay manos… Donde hay manos que ayuden, está Dios.
Muévenos Señor.