Editorial

El rebrote de la caridad estival

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El coronavirus ha provocado que el verano que ahora arranca se convierta, sin duda, en el más extraño para varias generaciones, con una Europa que avanza hacia la ‘nueva normalidad’ y un continente americano que sufre justo ahora la voracidad de la pandemia.



La emergencia sanitaria ha obligado a cancelar apuestas culturales, de ocio y turísticas. También la Iglesia se ha visto obligada a reestructurar la agenda de un tiempo que no pocos cristianos aprovechan para retiros, ejercicios espirituales, encuentros, campamentos, experiencias misioneras, formación… De nuevo, la creatividad se presenta como el don a cultivar, para buscar fórmulas que permitan acompañar a niños, jóvenes, adultos y mayores.

Pero, sobre todo, el complejo contexto social supone una llamada a todos los creyentes para desplegar en este tiempo libre toda la caridad que esté a su alcance. Las colas del hambre no se van a ir de vacaciones, como tampoco lo va hacer el dolor de los familiares de los fallecidos por el Covid-19, los enfermos, los castigados con un ERTE o el desempleo, los sin techo, los refugiados, las víctimas de la trata y de la violencia machista…

Responsabilidad individual y colectiva

Los rebrotes que se multiplican en estos días hablan de una importante responsabilidad, individual y colectiva. La Iglesia, como comunidad, no puede permitir ni permitirse ser un foco de contagio, y sería una irresponsabilidad volver a caer en el juego de medir el grado de catolicidad al peso, por azuzar una mayor actividad pública o exprimir el aforo de los templos. Esto no significa paralizar la actividad pastoral y celebrativa, como sucedió en la cuarentena.

Pero sí llamar a un ejercicio constante de discernimiento para valorar, según avance el escenario epidemiológico, qué medidas adoptar para reducir el riesgo de propagación. Los obispos y responsables de congregaciones, movimientos y realidades eclesiales tienen mucho que hacer y decir al respecto, a través de unas decisiones que deben ser adoptadas de forma colegiada, con el asesoramiento de expertos y en constante diálogo con las autoridades públicas.  Pero también es misión de todos y cada uno de los creyentes no olvidar que, mientras no haya vacuna o tratamiento contra el virus, el mayor ejercicio de celo apostólico pasa por proteger la vida del otro.

Julio y agosto son meses habitualmente reservados para el descanso personal. En este 2020 cabe preguntarse cómo ser cauce para que los vulnerables puedan descansar de sus cruces en el Señor. Solo en la entrega y el servicio a los más necesitados está la respuesta para hacer realidad ese descanso vetado para los últimos, los más golpeados por la crisis global del COVID-19. Que este extraño verano sea el de los rebrotes… de la caridad.

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