(Santos Urías) Visito Rumania con mi madre. Llegada a Bucarest. Calor. Un cartel con unos nombres nos recibe en el aeropuerto. La guía se llama Alexandra. Llama la atención su altura y su sonrisa. Estudia filología. Veintidós años.
Paseo por la ciudad, barrio antiguo, iglesias ortodoxas, fantásticos castillos, ciudades medievales, monasterios bañados en una pintura hecha historia. Nos habla de la cultura, de sus raíces, del arte, de las tradiciones… Nos habla de Dios.
No cesa de moverse, de correr de un lado para el otro, de estar pendiente de todos y cada uno de los del grupo, especialmente de los más ancianos, de los que han venido solos.
Apenas si come. Pica una ensalada, toma un bollito con un zumo, y saca tiempo para acercarse a una farmacia, o para ir a cambiar algo de dinero, o para hacer de traductora con esto de las bebidas y de los cafés.
Mientras tanto, su sonrisa, como un abrazo de Dios, permanece sincera, viva, radiante, incluso en los momentos en que surge algún contratiempo o alguna dificultad.
Da gusto viajar al corazón, a los rincones sencillos, a la voz que cualquier intérprete entiende.