Tribuna

La experiencia de Primo Levi y el espejo que nos pone ante los refugiados

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Habrá muchos, individuos o pueblos, que piensen, más o menos conscientemente, que ‘todo extranjero es un enemigo’. En la mayoría de los casos, esta convicción yace en el fondo de las almas como una infección latente; se manifiesta solo en actos intermitentes e incoordinados, y no está en el origen de un sistema de pensamiento. Pero, cuando este llega, cuando el dogma inexpresado se convierte en la premisa mayor de un silogismo, entonces, al final de la cadena, está el Lager. Él es el producto de un concepto del mundo llevado a sus últimas consecuencias con una coherencia rigurosa: mientras el concepto subsiste, las consecuencias nos amenazan”.



Primo Levi escribe estas palabras en el prólogo de su libro ‘Si esto es un hombre’, nada más regresar del campo de Buna-Monowitz, cerca de Auschwitz, en 1946. Su deseo de expresarse no nacía del rencor o la venganza, sino de proporcionar documentación para “un estudio sereno de algunos aspectos del alma humana”.

Como un dominó

Redacto estas líneas mientras asistimos a la crisis global producida por la pandemia del coronavirus y el cierre de las fronteras como un dominó. Paralelamente, los refugiados en las islas y en las fronteras griegas, gentes perplejas y desesperadas, marinadas por años de guerra, tratan de encontrar un lugar seguro donde vivir. La Unión Europea, lejos de dar una solución, muestra su apoyo a Grecia al suspender el derecho de asilo y expulsarles a Turquía. ¿Intuimos un paralelismo entre el temor a los refugiados –un enemigo exterior del que nos tenemos que defender con barricadas– y el temor al virus?

Ante la violación sistemática del principio de non-refoulement (no devolución) de quienes pretenden salvar sus vidas, hoy asistimos al derrumbamiento del derecho internacional sobre los refugiados, y de su piedra angular, la Convención de Ginebra de 1951, escrita precisamente en reacción a los horrores de la Segunda Guerra Mundial y en territorio europeo.

Refugiados 1

Auge del nacionalismo

Pretendo ofrecer la experiencia humana de este gran pensador, desaparecido en 1987, con la esperanza de entender mejor las vidas de quienes sufren el rechazo. Quizás también nos sirvan de señal de alarma sobre cómo la Unión Europea podría reaccionar frente al drama de los refugiados si el escenario post-coronavirus deriva hacia un cierre de fronteras y al auge del nacionalismo. Creo, además, necesaria una nueva definición de quién es hoy un refugiado frente a las nuevas formas de violencia y desplazamiento, tales como el climático, que no aparecen en el derecho internacional.

El rechazo a los refugiados y migrantes va más allá de un posicionamiento político, por lo que mi primera reflexión tiene que ver con los instintos más básicos del ser. Me interpelan las palabras de Levi al referirse a la aversión contra los judíos como un caso particular de un fenómeno más vasto; la aversión contra quien es diferente de uno: “No hay duda de que se trata, en sus orígenes, de un hecho zoológico: los animales de una misma especie, pero de grupos distintos, manifiestan entre sí fenómenos de intolerancia. Esto también ocurre con los animales domésticos: es sabido que, si se introduce una gallina de un determinado gallinero en otro, durante varios días es rechazada a picotazos. (…) Ahora bien, el hombre es ciertamente un animal social (ya lo había afirmado Aristóteles), pero ¡pobres de nosotros si todas las pulsiones zoológicas que sobreviven en el hombre se toleraran! Las leyes humanas están precisamente para esto: para limitar los impulsos animales”.

La voz de los humillados

La segunda reflexión se refiere a la voz. Hoy nos falta una pieza fundamental: la voz de aquellos que son expulsados y humillados. Sin esta voz, sin escuchar sus aspiraciones y temores, ¿cómo podremos entender en toda su profundidad lo que hoy quiere decir ser refugiado? La voz de Levi, tan fundamental para entender el comportamiento social, se limitó a hechos de los que tuvo experiencia directa, optando por la perspectiva del testigo frente a la del juez.

Fue una voz sin venganza: “He usado el lenguaje mesurado y sobrio del testigo, no el lamentoso lenguaje de la víctima ni el iracundo lenguaje del vengador. Pensé que mi palabra resultaría tanto más creíble cuanto más objetiva y menos apasionada fuese; solo así el testigo en un juicio cumple su función, que es la de preparar el terreno para el juez. Los jueces sois vosotros”.

Despersonalización

Debido a esta falta de voz, hoy asistimos a una doble abstracción: los refugiados no se nos presentan como individuos con sus historias personales, sino como una gran masa gris. La falta de percepción de la individualidad es quizás lo que hoy conduce a la indiferencia, a considerar a los refugiados como un problema ajeno, lo que permite que se den tales vulneraciones flagrantes de derechos humanos sin que se generen reacciones masivas. Tienen esa percepción las Iglesias, organizaciones o individuos que tienen contacto directo con los refugiados, pero a duras penas puede hacer comprender el drama porque este solo se entiende en relación con el ser humano individual.

Levi nos sigue iluminando: “Por lo que creo percibir, el odio es personal, se dirige a una persona, un hombre, un rostro: pero nuestros perseguidores de entonces no tenían rostro ni nombre. (…) Estaban alejados, eran invisibles, inaccesibles. El sistema nazi, prudentemente, hacía que el contacto directo entre esclavos y señores se redujese al mínimo. (…) ¿Cómo habría podido cultivar el rencor, querer la venganza contra un conjunto de fantasmas?”.

El peligro de los eufemismos

Mi tercera y última reflexión se refiere al peligro de los eufemismos y a la complicidad: “Para mantener el secreto, entre otras medidas de precaución, en el lenguaje oficial solo se usaban eufemismos cautos y cínicos: no se escribía ‘exterminación’, sino ‘solución final’; no ‘deportación’, sino ‘traslado’; no ‘matanza con gas’; sino ‘tratamiento especial’; etcétera”.

¿Cuáles son hoy los eufemismos que describen la realidad de los refugiados? Tienen que ver con la repatriación, con mandar cuanto antes a los refugiados a casa, haya o no acabado la guerra. Pero nadie habla de repatriación “voluntaria” ni de “condiciones de seguridad y dignidad”, como requiere la doctrina del derecho internacional. ¿La última “solución” ideada por la UE? Ofrecer 2.000 euros a quien quiera volver a su país.

Querer no saber

Este peligro se vincula a la información y al saber. Levi explica que, “pese a las varias formas de informarse, la mayor parte de los alemanes no sabía porque no quería saber o, más aún, porque quería no saber. Es cierto que el terrorismo de Estado es un arma muy fuerte a la que es muy difícil resistir, pero también que el pueblo alemán, globalmente, ni siquiera intentó resistir. (…) El ciudadano alemán defendía su ignorancia, que le parecía suficiente justificación de su adhesión al nazismo: cerrando el pico, los ojos y las orejas, se construía la ilusión de no estar al corriente de nada y, por consiguiente, de no ser cómplice de todo lo que ocurría ante su puerta. Saber, y hacer saber, era un modo (quizás tampoco tan peligroso) de tomar distancia con respecto al nazismo; pienso que el pueblo alemán, globalmente, no ha usado de ello, y de esta deliberada omisión lo considero plenamente culpable”.

Levi escribió como un deber de recordar, porque comprendió que su experiencia tenía sentido y que los Lager no fueron un accidente, un hecho imprevisto de la historia: “Los Lager nazis han sido la cima, la culminación del fascismo en Europa, su manifestación más monstruosa; pero el fascismo existía antes que Hitler y Mussolini, y ha sobrevivido, abierto o encubierto, a su derrota en la Segunda Guerra Mundial. En todo el mundo, en donde se empieza negando las libertades fundamentales del hombre y la igualdad entre los hombres, se va hacia el sistema concentracionario, y es este un camino en el que es difícil detenerse”.

El fascismo no ha muerto

No pretendo en ningún modo hacer paralelismos entre las atrocidades del nazismo y el rechazo a los refugiados, pero, al leer a Primo Levi, se me despiertan alarmas internas. Y la más fuerte, con la que concluyo, es esta: “Pocos años después, Europa e Italia se dieron cuenta de que se trataba de una ingenua ilusión: el fascismo estaba muy lejos de haber muerto, solo estaba escondido, enquistado; estaba mutando de piel, para presentarse con piel nueva, algo menos reconocible, algo más respetable, mejor adaptado al nuevo mundo que había salido de la catástrofe de esa Segunda Guerra Mundial que el fascismo mismo había provocado”.

“Debo confesar –concluye Levi– que, ante ciertos rostros no nuevos, ante ciertas viejas mentiras, ante ciertas figuras en busca de respetabilidad, ante ciertas indulgencias, ciertas complicidades, la tentación de odiar nace en mí, y hasta con alguna violencia: pero yo no soy fascista; creo en la razón y en la discusión como supremos instrumentos de progreso. Y, por ello, antepongo la justicia al odio”.

Amaya Valcárcel es coordinadora internacional de Incidencia Pública del Servicio Jesuita a Refugiados