Cada noche, cuando acostamos a nuestro hijo, mi mujer o yo leemos un cuento o una poesía y, después, escuchamos juntas un pasaje de una Biblia infantil o vemos una parábola en vídeo que comentamos al terminar. Finalizamos el momento de la noche rezando juntos alguna de las oraciones más comunes: un padrenuestro, un avemaría o un gloria.
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Es nuestra intención introducir a nuestro hijo en el discipulado cristiano a partir de lo sencillo e inmediato, partiendo de su propia experiencia cotidiana, para tratar de establecer relaciones con los momentos clave de la vida de Jesús. Queremos hacer realidad la “Iglesia doméstica” que se constituyó en el momento de nuestro matrimonio (‘Amoris laetitia’, 15).
Intoxicado de fe
Pero debo decir que, aunque me resulta agradable escuchar a mi hijo preguntarme por fragmentos de la vida de Jesús –o sobre el pueblo judío o los romanos–, también me asalta la duda de si seremos capaces de no fidexicarle.
La fidexicación es a la fe lo que la infoxicación a la información.
Las primeras comunidades cristianas proclamaban la Buena Nueva de Dios e iban incorporando nuevos miembros a sus comunidades (Hch 16, 5). Siglos después, nosotras olvidamos demasiadas veces que la Iglesia no crece por proselitismo sino por atracción (‘Evangelii gaudium’, 14) y nos empeñamos en preocuparnos de hacer más de los nuestros, dejando de lado la experiencia personal del encuentro con el Resucitado.
Me preocupa que, por un exceso de celo a la hora de transmitir lo que yo he vivido y aprendido, mi hijo termine fidexicado, intoxicado de fe.
Ojalá su experiencia de encuentro con Jesús, si es que esta se produce en algún momento de su vida, no quede empañada por intelectualidades ni activismos consecuencia de una transmisión excesiva de la fe, tenga esta el formato que sea.