Entré en un campamento gitano con 20 años, un poco por casualidad y un poco por desafío, y me quedé allí 35 años. Quería poner a prueba el Evangelio, en sus fronteras: porque si funciona allí funciona también en el centro, pensé. Cuando se lo dije a mi padre, él me respondió: “Si Dios no existe, vosotros estáis perdidos”: yo nunca me he sentido perdida. La mía ha sido una vida un poco en casa y un poco fuera de lugar, un poco cómoda y un poco desorientada, desde que era una niña de los años setenta, asimétrica, del tercer mundo, resistente y con ese feminismo respirado por lo que consideraba que no tenía que ser autorizada por nadie. Cuando en 1975 la mayoría de edad se redujo a los 18 años, se me abrió un abanico de libertad.
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Aún vivo en zona romaní, ya no en un campamento sino en la misma comunidad, en ese lejano que se ha vuelto extremadamente cercano para mí: pasé esos 35 años como un día, como una hora de vigilia en la noche, citando el salmo. En una franja de tierra donde, rehaciendo los mapas, la vida común es posible, promesa de más pacíficos universos de vida y pensamiento. Incluso en las fronteras de la comunidad eclesial quería vivir permanentemente, porque la Iglesia en sí misma es profundidad y frontera, y al estudiar la historia de las mujeres me di cuenta de que algunas figuras femeninas iban de la mano con el Evangelio, como si estuvieran autorizadas.
Cuando me pregunté por qué, me respondí que a la mujer le sucede lo que a las minorías, aunque no lo sean: pero es la marginalidad impuesta que las une y transforma la cantidad (somos mayoría) en calidad (nos consideran secundarias). A veces parece que las mujeres, como los romaníes, son objetos que la Iglesia trata y no sujetos eclesiales con plenos derechos. No es así: cambiamos la idea de centro y periferia y veremos que somos sujetos de pleno título.
En 1975 hubo una gran marejada con el Concilio y había mucho trabajo en las parroquias, la relación entre el Norte y el Sur me apasionaba, había estado un año en una comunidad de misioneros, pero ya no era suficiente para mí. Quería ir a África, en los gitanos aún no pensaba. Los veía en la calle y me impresionaban por su distanciamiento y su orgullo, pero nada más.
Sobre mi vida con los romaníes, respondo con un pasaje de Saint Exupery: “Sin duda que un transeúnte cualquiera podría pensar que mi rosa, la rosa que me pertenece, se os parece. Pero ella sola es más importante que todas vosotras juntas, puesto que es a ella a quien he regado. Puesto que es ella la rosa a quien puse bajo un globo de cristal. Puesto que es ella la rosa a quien abrigué con el biombo. Puesto que es ella la rosa cuyas orugas maté. Puesto que es ella la rosa a quien escuché quejarse, o alabarse, o algunas veces, callarse. Puesto que ella es mi rosa”. Sí, ellos son mi rosa.
Una forma de estar en el mundo
Incluso en la teología, dominación masculina tradicional, estoy bien pero me siento un poco fuera de lugar: es un mundo que me permite cruzar diferentes lenguajes, una especie de principio heurístico, una forma de estar en el mundo, para vivir en la ciudad y también en la Iglesia, de acuerdo con el principio de la mula: “La mula (…) parecía renunciar a mantenerse siempre en el exterior y poner sus patas en el borde; y don Abbondio vio debajo de él, casi perpendicular, un salto o, como él pensó, un precipicio. ‘Tú también –se dijo a sí y a la bestia– tienes ese maldito vicio de buscar los peligros, cuando hay tanto camino’”.
Así como para la teología, cuando entré en el campamento gitano con 20 años no fue una afinidad espontánea sino de una elección. Tampoco fui yo quien eligió un amigo, Sergio. Ya habíamos encontrado una comunidad sinti en Toscana, había conocido una familia y había apadrinado una niña y se había convertido para ellos en un compadre, casi un pariente.
Comenzó con una invitación de Giuseppina, la madre de la niña: “Venid aquí, hay sitio”. Y entonces fuimos catapultados a ese mundo, como si fuera el amanecer del primer día del mundo. Tienes que aprender todo. Vivir en una caravana y moverte de puntillas. Orar en su santuario y ellos en tu Iglesia; para mantener las miradas de las maestras que te cubren con el mismo velo de desconfianza que aquellas familias que no quieren ser “normales”.
Sacrificio
Me ha ayudado mucho ser algo despistada y vivir siempre fuera de lugar. Al principio es como un viaje al extranjero, te mueves con los oídos y ojos bien abiertos, tienes que aprender las formas de hablar, la cortesía sigue otros cánones. Al final es como esa expresión utilizada en el matrimonio: “Prometo amarte y honrarte toda mi vida”. Honrarlos no es poca cosa, a veces fue un sacrificio; y no se da por hecho que funcione perfectamente.
Una compañera veronesa dijo que ella, de tradición intelectual, durante años no había cogido un libro, porque habría sido como ponerse en otro nivel, en comparación con ellos. Ninguno de nosotros leía nada. Cuando finalmente comenzamos a leer y yo a estudiar, nuestra vida se volvió más apropiada, más cómoda, más libre.
Pisé estas tierras, habité estos mundos, para comprenderlos. Y compartí la vida, nacimientos, matrimonios, dificultades, prejuicios. Son los romaníes, pero sobre todo las mujeres, las romnia, las principales víctimas de la discriminación. Con ellos y para ellos cruzas otra frontera que es la del racismo. Porque las brujas murieron, el antisemitismo murió, pero se quedaron las gitanas secuestradoras para nutrir las histerias que la sociedad necesita y de las que la alteridad, interpretada como amenazadora, ha sido siempre buena proveedora.
La idea del espejo
La intolerancia y el racismo no han desaparecido, y también involucran a las iglesias. En la segunda mitad del siglo XX, período del Concilio, nació una forma de compartir la realidad romaní basada en su estima, las pequeñas comunidades eclesiales lo vivieron y han desarrollado una ministerialidad amplia e inclusiva. Las pequeñas comunidades –de hombres y mujeres, de laicos y sacerdotes, de monjas y frailes–, tienen muchos lazos: con la Conferencia episcopal italiana y con las realidades eclesiales europeas y mundiales: ¡sin fronteras!
Actualmente, la existencia de asociaciones romaníes, a nivel cultural y político, está abriendo nuevos escenarios. Los unos frente a los otros, aprendemos quiénes somos: y en esos años de vida en los campamentos de romaníes pudimos vernos en el espejo. Esta idea del espejo también se puede utilizar para la relación “Iglesias/Romaníes”: no se trata solo de describirlo desde el punto de vista pastoral, sino de preguntarse qué desafíos y qué imágenes de la Iglesia emergen de él.
En 1965 en Pomezia, Pablo VI dijo a los peregrinos: “Vosotros no estáis a los márgenes de Iglesia, pero en ciertos aspectos, estáis en el centro, estáis en el corazón”. Fue el primer discurso oficial de un Papa en no contener un decreto de expulsión de los Estados Pontificios. Sin embargo, con su “pero en algunos aspectos”, demostró que el desafío estaba en curso, no resuelto, y desafortunadamente sigue siendo así.
Giuseppina, antes de morir, me regaló un mantón de lana que conservo. Un pequeño gesto de gran significado. Ese mantón que Giuseppina llevaba me ha hecho pensar en el mantón que Antonio, ermitaño del desierto, recibió y a su vez dejó en herencia.
*Artículo original publicado en el número de julio de 2020 de Donne Chiesa Mondo. Traducción de Vida Nueva